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“La era de la ebullición global”, o los nuevos lenguajes ante la emergencia climática

El secretario general de la ONU descarta el término “calentamiento global”. Sus palabras se insertan en una tradición que indaga en el potencial del lenguaje para construir nuevas realidades y sujetos políticos.
Foto: Moniruzzaman Sazal / Climate Visuals Countdown

“La era del calentamiento global se ha terminado; ha llegado la era de la ebullición global”. Son las palabras del secretario general de la ONU, António Guterres, tras alertar la comunidad científica de que julio de 2023 ha sido el mes más caluroso de los últimos 120.000 años. El dato, confirmado por la Organización Meteorológica Mundial y el Servicio de Cambio Climático Copernicus, es preocupante, y a ello se suma que se ha superado temporalmente el límite de 1,5 ºC de incremento de la temperatura mundial por encima de la era preindustrial, amenazando con dejar obsoleto el Acuerdo de París, el cual persigue evitar traspasar esta barrera de forma permanente.

En cualquier caso, ante la gravedad de los fenómenos meteorológicos que estamos presenciando y el daño ecosistémico causado, cabe preguntarse si realmente nos encontramos en otra “era”, como avisa Guterres y, por lo tanto, precisamos de nuevos lenguajes.

La importancia del lenguaje

Existe una percepción generalizada de que el lenguaje está ahí para describir cosas preexistentes. Es decir, frente a un objeto o evento dado, utilizaríamos las palabras ya disponibles en nuestro acervo cultural para nombrarlo. Sin embargo, esta percepción sería tan imprecisa como insuficientes los procesos lingüísticos que sugiere; por ejemplo: a los primeros coches se les llamó “carruajes sin caballos”, aparentemente antes de que la inventiva social consiguiese vislumbrar una realidad distinta.

Así, parte de nuestra tradición intelectual afirma que es el lenguaje el encargado de construir realidades. Victor Klemperer, filólogo judío, fue pionero en apuntar hacia esa dirección cuando aseveró que “la lengua crea y piensa por ti al comprobar cómo el lexicón propagandístico puesto en marcha por Hitler moldeaba el pensamiento y, por lo tanto, los comportamientos colectivos. De esa reflexión surgió su magistral ensayo La Lengua del Tercer Reich, publicado en 1947 en la Alemania del Este. Décadas más tarde, lo que se denominó “la performatividad del lenguaje” fue ampliamente aceptado en los círculos académicos occidentales: el acto de nombrar era edificador.

Heredero de dichos debates, el campo del ecologismo está experimentando una pugna dialógica en torno al término colapso que pasa por dirimir su utilidad política, el valor de la verdad a la hora de comunicar la emergencia climática, y el supuesto puente entre colapso y catastrofismo, que conduciría a la gestión del miedo como herramienta de salvación o, por el contrario, como impulsor del bloqueo social o incluso el ecofascismo. Aquí se insertan científicos conocidos en este medio como Riechmann, Santiago Muiño, González Reyes o Almazán.

La pregunta no es baladí: ¿qué palabras enunciar ante una situación sin precedentes en la trayectoria de la humanidad? Y, ¿cuáles serían los efectos de esa enunciación? Tampoco se trata de una interrogación reciente: sabemos que el analista conservador Frank Luntz, asiduo colaborador de Fox News, fue el encargado de asesorar a la administración de George W. Bush para que generalizase la expresión “cambio climático” en lugar de “calentamiento global”, porque la primera era más ambigua y desprendía menos temor. Ahora bien, ¿se adecúa a los récords de temperatura que se están dando en Asia, Europa, América del Norte?; ¿qué dice de los incendios más devastadores de la historia de Canadá?; ¿cómo hablar de “cambio climático” frente a un deshielo nunca visto en la Antártica? 

En Doughnut Economics (2017), traducido como Economía rosquilla, la aclamada economista británica Kate Raworth se plantea dilemas similares. Este estudio apuesta, con solidez empírica, por la instauración de un modelo ecosocial donde las necesidades básicas de las personas se satisfarían respetando los límites biofísicos del planeta, sin desdeñar el poder de las palabras a la hora de movilizar conciencias e instigar la acción social. La autora indaga en la distinción aristotélica entre la economía y la crematística, “el arte de acumular riquezas”, y lamenta que se haya desvanecido del imaginario colectivo.

Además, profundiza en la inclusión del “buen vivir” como principio ético en la Constitución de Bolivia, y subraya el ejemplo de la Carta Magna ecuatoriana, que incluye el derecho de la naturaleza o Pachamama a existir. Al final, hasta “un perro callejero tiene mayores posibilidades de sobrevivir si se le da un nombre”, afirma citando a Hannah Arendt. Ser vecino antes que consumidor, usuario o empleado, adelanté hace unos días en otro esfuerzo por reconfigurar las identidades apuntaladas por el neoliberalismo, también merece atención; o cuál debería ser el estatus político del vocablo “vida”, que está progresivamente siéndole arrebatado al antiabortismo por parte de los ecologistas. 

Palabras que son hechos, desde la infancia. Cuando tenía dos o tres años, lloraba un pánico atroz a las “tormentas de colores”; sólo mucho más tarde me percaté de que lo que me aterrorizaban eran los fuegos artificiales. Pues bien, Raworth impugna la inexactitud de empeñarnos en habitar la era de los “carruajes sin caballos” de la misma forma que Guterres clama por erigir “la ebullición” como paradigma de la emergencia ecológica, no tanto para reflejar mejor el abismo –el riesgo sistémico de que las cosechas fallen simultáneamente en los principales graneros del mundo, o el peligro de que las corrientes del Atlántico sucumban e, igualmente, repartan muerte masiva– sino para construir nuevas subjetividades, nuevas responsabilidades, estructuras gubernamentales y económicas, no crematísticas.

Del vocabulario, como arcilla política, dependería en buena medida el tejido social que ambicionemos para el futuro, la supervivencia de nuestra especie y otras, o el camino hacia la extinción. En este contexto ha de interpretarse la misiva de la ONU: la Tierra no se calienta, sino que hierve. 

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COMENTARIOS

  1. Tan sencillo que es vivir con sencillez, simplificando; pero al ser humano, con fines especulativos o por soberbia, le encanta manipular a la Madre Tierra, así la hemos llevado a una situación límite que nos sobrepasa. El irresponsable consumismo que alimenta a la dictadura del capital ha destruído en los últimos 80 años más que desde los siglos pasados hasta hace 80 años.
    Y lo peor de todo es que yo no veo a la gente consciente de esta realidad y dispuesta a cambiar de hábitos.
    Tal vez cuando ya no salga agua del grifo y nos derritamos a la sombra…
    —————————————————————–
    Google gasta miles de millones de litros de agua para enfriar los sistemas de IA.
    Google usó la asombrosa cantidad de 21 mil millones de litros de agua en 2022, según el informe ambiental de Google. Eso es un 20% más que el año anterior. El principal consumidor de esta agua son los sistemas de mantenimiento de la inteligencia artificial, que necesitan ser enfriados, ya que consumen una gran cantidad de energía.
    La situación es similar para los principales competidores de Google en el campo de la inteligencia artificial. Por ejemplo, Llama 2 de Meta consume el doble de líquido que su predecesor. Y esto es agua de calidad potable, lo que pone a los gigantes de TI en una posición difícil. La mayoría de ellos se asientan en la costa oeste de los Estados Unidos, donde siempre ha habido escasez de agua, y en los últimos años ha habido una sequía prolongada.
    Google admite que no existe una solución sencilla, no pueden reducir el consumo de agua sin reducir la capacidad de los centros de datos. Debido a esto, la empresa tuvo que realizar cambios urgentes en el proyecto de un objeto en construcción en Arizona, ya que la región desértica no tiene la cantidad necesaria de humedad. El centro de datos tendrá que ser enfriado por aire, pero esto conduce a una disminución de su eficiencia .
    Techcult

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