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El plan climático de Biden: un nuevo impulso a los combustibles fósiles

"La preocupación estadounidense por evitar las peores consecuencias del cambio climático es mínima, y la norma estaría orientada a reforzar su estatus como potencia energética y competir con China en la manufactura de los materiales necesarios", señala la autora.
Joe Biden, en un gesto a la prensa este domingo antes de subir al avión presidencial. Foto: REUTERS/Ken Cedeno.

El partido demócrata estadounidense parece estar de enhorabuena. Tras un arduo proceso de negociación que ha durado semanas, el grupo del presidente, Joe Biden, ha conseguido aprobar en el senado su Ley para la Reducción de la Inflación, un paquete de 739.000 millones de dólares destinado principalmente a dos objetivos: reducir los precios de algunos medicamentos y seguros, y poner en marcha el mayor plan medioambiental de la historia del país.

Este último dedicará una partida de 369.000 millones a combatir, en teoría, los efectos del cambio climático, lo cual ha sido celebrado por algunos sectores, ya que se calcula que servirá para disminuir las emisiones de gases de efecto invernadero entre un 31% y un 40% para 2030 con respecto a 2005, acercándose al objetivo del 50% prometido por el presidente. Sin embargo, los vítores se han escuchado también entre los grandes lobbies de los combustibles fósiles, puesto que el plan no sólo no cuenta con iniciativas para restringir su actividad, sino que viene con un gran número de concesiones.

Si el Tribunal Supremo ya limitó hace unas semanas el poder de la Agencia de Protección Medioambiental (EPA, por sus siglas en inglés) para poner freno a las emisiones, desde el legislativo se ha decidido con un voto muy ajustado (51-50) dar prioridad a la extracción de gas y petróleo junto a la implementación de numerosos proyectos para fomentar el uso de energías renovables. Según la consultoría Rhodium Group, firma encargada de analizar el impacto medioambiental de la nueva normativa y asidua colaboradora de la multinacional Blackrock, esto no afectará al cálculo final. No obstante, vale la pena considerar con escepticismo esta victoria de Biden.

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El plan medioambiental es menos ambicioso que el anterior propuesto por el presidente, por valor de 555.000 millones de dólares. Aun así, el actual incluye ventajas fiscales para las empresas y estados que quieran llevar a cabo infraestructuras de energía eólica y solar; incentiva la compra de vehículos eléctricos, calentadores y paneles solares por parte de particulares; prevé sustituir la flota de vehículos del servicio de correos por otros propulsados por electricidad; y dedica hasta 20.000 millones de dólares a promover la agricultura ecológica. Además, 60.000 millones se dirigirán a impulsar la manufactura local de los componentes necesarios para elaborar los sistemas de energías verdes, en una clara muestra de rivalidad con China, que actualmente lidera el mercado de renovables –siendo, por ejemplo, el mayor productor mundial de paneles solares–.

Al mismo tiempo, el senador demócrata Joe Manchin, de Virginia Occidental, conocido por haberse enriquecido con la explotación de carbón en su estado y cuyas campañas electorales han sido en buena parte financiadas por corporaciones de combustibles fósiles, ha instigado una serie de concesiones a cambio de su beneplácito al plan. Así, éste relaja algunas regulaciones en torno a la extracción y gestión de dichos combustibles, obliga a incrementar las prospecciones en el Golfo de México y en Alaska, y requiere que se extiendan nuevos permisos de extracción de gas y petróleo en tierras y aguas federales antes de que puedan utilizarse para construir parques solares y eólicos. Asimismo, como revela una investigación del New York Times, el plan climático implica el apoyo explícito al gasoducto Mountain Valley, que pasa por Virginia Occidental y que lleva tiempo paralizado debido a numerosos obstáculos judiciales azuzados por colectivos ecologistas de la zona. Tras la eliminación de trabas legislativas es muy probable que no sólo éste sino también otros gasoductos proyectados puedan ser concluidos sin problemas. 

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Seguridad energética, no medioambiental

Desobedeciendo las recomendaciones de la Agencia Internacional de la Energía, que instaba hace un año a no desarrollar nuevos proyectos de extracción de petróleo y gas, ni centrales de carbón a partir de 2021 con el fin de mantener el calentamiento global bajo control, Estados Unidos ha vinculado expresamente la fabricación de complejos renovables a la cesión de terrenos para nuevas prospecciones.

El principal argumento esgrimido –que las emisiones de origen fósil serán compensadas por las infraestructuras verdes– no se sostiene desde un punto de vista histórico, puesto que la experiencia demuestra que, cada vez que se ha descubierto una nueva fuente de energía, ésta se ha sumado a las anteriores en lugar de desplazarlas. Así, es plausible pensar que el auge de sistemas renovables propuesto no sustituya al papel fundamental de las energías más contaminantes, sino que el país acabe aumentando su producción energética total ahora que, debido a la guerra de Ucrania, Estados Unidos se ha convertido en el principal suministrador de gas natural a Europa.

Los grandes beneficios económicos que están obteniendo desde que comenzó la lid se suman a las presiones que está recibiendo Biden para que intente bajar el precio de los carburantes, lo cual lo condujo a pedir a la OPEP (Organización de Países Exportadores de Petróleo) un aumento de la producción petrolífera y hasta provocó un acercamiento de la Casa Blanca con Venezuela. No es casualidad que, en una de sus últimas declaraciones, el presidente Biden se refiriese directamente a esta ley como “la mayor inversión jamás hecha en seguridad energética”, que no necesariamente medioambiental.

Junto a todo lo anterior, la falta de un debate público respecto a la reducción del consumo o la implementación de medidas de ahorro similares a las europeas, así como el estancamiento de las negociaciones en materia climática tras la visita de Nancy Pelosi a Taiwán –líder en la fabricación de chips–, levantan la sospecha de que la preocupación estadounidense por evitar las peores consecuencias del cambio climático es mínima y la norma estaría orientada tanto a reforzar su estatus como potencia energética como competir con China en la manufactura de los materiales necesarios. Todo apunta a que la estrategia política que mueve estos esfuerzos legislativos, a pocos meses de las elecciones de medio término, deja en un segundo plano la emergencia principal, que no es otra que la posibilidad de una catástrofe humanitaria de dimensiones insospechadas. 

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