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Por un sistema alimentario global compatible con la biodiversidad y el clima

"Para hacer frente a la emergencia climática y la crisis de biodiversidad nos falta tiempo más que tecnología. Muchas soluciones están disponibles, son inmediatas y solo requieren de voluntad política", reflexiona el investigador.
Pequeños productores de arroz. Foto: D.O.G.

Esta tribuna es la tercera de una serie con la que se pretende explorar el impacto que tienen en el cambio climático los sistemas agroalimentarios de la mano de la Red científica REMEDIA.

Lo aprendimos en el cole. El cuerpo humano funciona gracias a los sistemas de órganos vitales. Pero quizá no descubrimos que la biosfera –la delgada capa que sostiene la vida en la Tierra– funciona gracias a los grandes biomas. Los conocemos como océanos y arrecifes, manglares y humedales, bosques y sábanas, estepas y desiertos, tundra y taiga. Cada uno de ellos confeccionado por redes de ecosistemas. Ecosistemas tejidos por la riqueza y la composición de especies. Especies, hiladas por la diversidad genética. Todo en conjunto, siempre en interacción fisicoquímica con la atmósfera, forman un sistema interconectado que se regula por sí mismo. Tal y como lo hace un organismo vivo. En un lenguaje así de accesible lo explicaba James Lovelock hasta hace pocos meses –Lynn Margulis hasta hace poco más de una década– pero para siempre en sus obras.

“A menos que veamos la Tierra como un planeta que se comporta como si estuviera vivo, al menos para regular su clima y su química, no dispondremos de la voluntad suficiente para cambiar nuestra forma de vida y comprender que precisamente nuestra forma de vida es nuestro peor enemigo” 

James Lovelock.

Pensar globalmente sigue siendo realmente difícil para nuestros cerebros. Particularmente en sociedades modernas con déficit de naturaleza. A pesar de ello, Gaia consiguió facilitar el pensamiento global a través de una miríada de ejemplos y metáforas. Un repertorio de conexiones para servir a una pedagogía crítica, desde el colegio a la universidad, que habilite un pensamiento complejo, de enfoque sistémico, para afrontar los retos globales. Un compendio de dinámicas para que los responsables políticos entiendan, más allá de sus miras locales y nacionales, la necesidad de una gobernanza global. Pero también una inspiración para profesionales y científicos, a veces con las anteojeras de una educación y una ciencia mercantilizadas, que reducen la visión holística al interés de un determinado gremio. Si bien la especialización consolida e impulsa disciplinas, los problemas globales como el cambio climático y la pérdida de biodiversidad requieren de transcenderlas. De mirar más allá de nuestra placa de Petri. De favorecer la transdisciplinariedad y con ella los flujos de conocimiento relacionales, desde las humanidades hasta la ecología. 

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Cuestión de límites 

Los organismos y sus comunidades prosperan dentro de unos límites y restricciones. De ahí su tolerancia térmica, su resistencia al estrés hídrico o su crecimiento en función a la disponibilidad de recursos. Pensar de manera global es entender que la economía global también opera sobre una base biofísica limitada. Cincuenta años después de Los límites del crecimiento del equipo liderado por Donella Meadows, seguimos funcionando bajo el dogma de crecimiento infinito en un planeta finito. Extraemos más de lo que el planeta regenera. Contaminamos más de lo que puede absorber. Esto no solo genera crisis e injusticias sociales, desigualdades territoriales y deudas intergeneracionales, sino que también pone en riesgo los sistemas biogeoquímicos que mantienen las condiciones del planeta en los rangos ideales para la vida. 

Límites planetarios. Azote. Stockholm Resilience Centre. Wang-Erlandsson et al 2022.

Si la superficie del planeta no es un hervidero es gracias a la regulación de gases de efecto invernadero por la biosfera. Mediante la fotosíntesis, plantas, algas y cianobacterias fijan y reducen CO2 en azúcares a partir de luz solar. El conjunto de ecosistemas terrestres y marinos amortiguan cada año más de la mitad de las emisiones de la actividad humana (un 30% y un 26%, respectivamente). Funcionan a toda máquina. Pero destrozamos sus engranajes con la pérdida de hábitat y la sexta extinción masiva de especies. Los aproximamos a umbrales críticos que, cuando se sobrepasan, producen cambios irreversibles al perder sus mecanismos de autorregulación. Lo empezamos a entender en la Amazonia, donde la deforestación contribuye a secar la bomba de agua que alimenta los ríos voladores de los que depende la lluvia en la región. La reducción del agua de lluvia a niveles críticos en bosques tropicales les impide mantener su actividad fotosintética durante todo el año, lo que retroalimenta el problema. 

Estos puntos de inflexión lo son también climáticos. No están reflejados en las predicciones, no son lineales (basta con recorrer los extremos de este devastador 2022) y son aterradores para los científicos del clima o para cualquier persona que entienda la urgencia de la crisis climática.  

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Los últimos avances nos ayudan a entender el funcionamiento de complejos ecosistemas como los bosques tropicales. Foto del autor.

El uso de la tierra traspasa los límites

Entre las actividades humanas, la producción agroindustrial de piensos, carne, cultivos, fibra y biocombustibles es una de las mayores desestabilizadoras del sistema Tierra. En su expansión pone en peligro la integridad de los ecosistemas, altera los ciclos del nitrógeno y del fósforo, extrae y contamina agua o libera tóxicos que se acumulan y envenenan suelos y organismos. El sistema alimentario global es responsable de un tercio de las emisiones y el principal motor de pérdida de biodiversidad, amenazando a más del 80% de las especies en riesgo de extinción. La pesca industrial destroza las redes tróficas marinas –las que representan el flujo de materia y energía entre organismos–, a la vez que altera la mayor reserva de carbono del planeta: los sedimentos marinos. El coste de oportunidad es inmenso. El arrastre de fondos marinos no solo emite tanto CO2 como el sector de la aviación, sino que también lastra la capacidad de secuestro de carbono en océanos al eliminar la vida marina. 

En tierra, la expansión agrícola y ganadera transforma ecosistemas diversos –tanto en especies como en funciones– a yermos de vida. Convierte la complejidad de bosques y sabanas en monocultivos y pastos de una única especie. Pasan de ser sumideros de carbono que enfrían la temperatura del planeta a fuentes de emisiones que lo calientan. Casi la mitad de las emisiones globales del sector provienen de la deforestación y cambio de uso del suelo, a la vez que transgreden los derechos humanos de los pueblos indígenas. Junto con los guardianes de ecosistemas, desaparece el carbono que vemos a simple vista, la biomasa, pero también el carbono bajo nuestros pies. La pérdida de materia orgánica –sustento de la vida y la fertilidad del suelo– ha generado una deuda de carbono global en suelos que alcanza más de 133 gigatoneladas de carbono (el equivalente a 56 años de emisiones actuales del sector del transporte). Acelerada con la transformación agrícola del s. XX, la mitad del déficit de carbono en el suelo proviene de cultivos y la otra mitad de pastos. La buena noticia es que el sector tiene la capacidad de devolver parte del carbono a sus reservorios naturales, restaurando fertilidad y funciones ecológicas. Y el primer paso en toda restauración ecológica es eliminar los procesos de degradación.   

Evitar, reducir y compensar impactos (en este orden)

La jerarquía en la mitigación de impactos ambientales es la espina dorsal de las clases de impacto ambiental que impartimos en la universidad. Evitar el impacto es siempre la primera opción. Si no puedes evitarlo, redúcelo. Y la parte que no puedas reducir, el impacto residual, compénsalo. Pero, en ocasiones, en el mundo real, el orden se invierte. En lugar de evitar o reducir emisiones, algunos gobiernos y empresas tratan de compensarlas con actuaciones en el uso de la tierra. Por ejemplo, con plantaciones masivas o cultivos bioenergéticos que aumentan la presión sobre los ecosistemas. Al contrario de lo que prometía, el estándar de combustible renovable –que determina el incremento en el uso de biocombustible en Estados Unidos– aumentó la expansión agrícola en ecosistemas, el uso de fertilizantes y agroquímicos, el precio del maíz y otros alimentos, la contaminación y las emisiones de gases de efecto invernadero.  

Net Zero o emisiones netas cero debería ser reducir las emisiones lo más próximo a cero. La naturaleza tiene la capacidad de absorber el restante pero, como señala el último informe del IPCC en su resumen para responsables políticos, no puede compensar la acción demorada de otros sectores. Evitar la deforestación y conservar los ecosistemas es la medida con mayor potencial de mitigación, según el grupo de especialistas. Simplemente hay que dejarlos ser. Restaurar tierras degradadas –ya sea de manera activa o pasiva– devuelve sus funciones y agranda el sumidero de carbono.

Pero para conservar o restaurar necesitamos liberar presión en la olla en la que hemos convertido el uso de la tierra. Para ello, las naciones ricas pueden evitar las formas de producción y consumo más contaminantes, menos necesarias y más intensas en la utilización global de tierra y recursos. Haría falta más de un planeta para que todo el mundo siguiera la dieta de Norte-América (o la de sus coches). Volver a dietas de mayor contenido en plantas –como la mediterránea que había en España– y minimizar el desperdicio alimentario –en todas las etapas de la cadena de valor– tienen un potencial tremendo para evitar y reducir impactos en el sector de la tierra, a la vez que aumentarían el acceso y la disponibilidad de alimentos. Por primera vez, junto a las soluciones tecnológicas y del lado de la producción, el IPCC dedica un capítulo a las medidas estructurales, sociales y del lado de la demanda. 

Imaginando un modelo distinto 

Imaginar colectivamente es el primer paso para avanzar. Y podemos imaginar, por ejemplo, el medio planeta protegido que visionaba Edward O. Wilson. Un mundo donde reconozcamos agencias más allá de los humanos, como recientemente el esfuerzo colectivo ha logrado con los derechos del mar Menor. Donde el objetivo no sea hacer girar la rueda de más tierra y más insumos de manera ilimitada, sino, simplemente, mejorar la salud y la felicidad de las personas. Que aborde las desigualdades estructurales. Sin drenajes desde el sur al norte. Con justicia social y climática. Sin más de 800 millones de personas con hambre. Con soberanía alimentaria. Sin acaparamiento de tierras. Cambiando extractivismo por regeneración, guerra por paz, dominio por cuidado. Donde las políticas no favorezcan la concentración, sino la redistribución que mejore los medios de vida. En la que los pequeños productores y los pequeños comercios tengan cabida. Sin factorías de animales ni vaciado rural. Donde la eficiencia no derive en una mayor demanda y explotación del recurso, sino en lograr su suficiencia. Un mundo en el que la contaminación y el derroche de energía y alimentos sean un recuerdo de otra época.  

La integración de árboles de sombra en cafetales provee de mitigación y adaptación al cambio climático. Foto del autor.

A la conservación de los ecosistemas le tiene que acompañar una agricultura permeable a la vida. Diversa, cultural, redundante y, por tanto, resiliente al cambio climático. Porque un clima distinto requiere de un paisaje distinto. Uno capaz de adaptarse y proveer los servicios ecosistémicos de los que dependemos. Donde los paradigmas de la especialización y la producción no desplacen al paisanaje. Que vuelva a acoplar –en lugar de desacoplar– los ciclos del carbono y el nitrógeno. Que regenere suelos y aguas. Que preserve variedades locales y autóctonas de plantas y animales. Que integre árboles y arbustos en parcelas agrícolas y ganaderas. Setos vivos, cultivos de sombra, ribazos, sistemas silvopastorales, barbechos, entre otros, para devolver esa complejidad en el paisaje que acoge más biodiversidad. Un mosaico de vida que entre hasta las ciudades. Un metabolismo en la producción que imite los procesos naturales de los ecosistemas. Frente a la arrogancia antropocéntrica, la humildad –también humana– de reconocer que la naturaleza nos saca millones de años de ensayo y error en sus procesos. Y de ahí la necesidad urgente de reconocer otras formas de conocimiento, de ser guardianes de guardianes con aquellas sociedades y pueblos que custodian la biosfera y por tanto la humanidad. 

Voluntad política 

Con imaginación, Lovelock también desarrolló el detector de captura de electrones (ECD) que, acoplado a cromatógrafos de gases, utilizamos para medir emisiones de gases de efecto invernadero. El invento le permitió medir gases clorofluorocarbonados (CFCs) y sus mediciones a la comunidad científica para probar los CFCs responsables de la destrucción de la capa de ozono. Años más tarde, con el protocolo de Montreal, el mundo se ponía de acuerdo para poner límites y restricciones a una industria que de primeras lo negaba. 

Volveremos a ponernos de acuerdo para proteger la biosfera. Y pronto, antes que tarde. Porque para hacer frente a la emergencia climática y la crisis de biodiversidad nos falta tiempo más que tecnología. Muchas soluciones están disponibles, son inmediatas y solo requieren de voluntad política. 

Daniel Ortiz-Gonzalo es docente e investigador postdoctoral.
Universidad de Copenhague y Universidad de California, Davis.

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COMENTARIOS

  1. OTRO PROBLEMA PARA LA SALUD DE LA BIODIVERSIDAD
    ALERTA ESPECIES INVASORAS:
    La Guardia Civil ha detenido a 58 personas responsables de liberar en cotos de caza más de medio millón de codornices japonesas criadas en macro granjas. La introducción de especies invasoras es un delito que puede acabar con las aves autóctonas.
    la codorniz japonesa es una especie catalogada desde hace más de una década como especie exótica invasora cuya liberación en el medio natural está prohibida. Sin embargo, de confirmarse la investigación, en los últimos años diferentes cotos de caza podrían haber estado liberando reiteradamente esta especie exótica invasora para satisfacer la demanda cinegética.
    Las especies invasoras son hoy una de las principales amenazas para las aves y para la biodiversidad. En este caso, además, el perjuicio es contra un ave, la codorniz común, que ya se encuentra amenazada en nuestro país.
    Pero, además, ese volumen de aves de granja liberadas sin ningún control y garantía sanitaria puede actuar como vector de transmisión de enfermedades como la gripe aviar.
    Todo esto indica que un alto porcentaje de las codornices que se han estado cazando en esos cotos son en realidad una especie invasora introducida para ser cazada.
    Tenemos que proteger las aves en peligro. No podemos permitir que los intereses de unos pocos acaben con nuestra biodiversidad.
    Con el proyecto Guardianes de la Naturaleza (SEO BirdLife) luchamos contra amenazas como esta y llevamos ante los Tribunales a sus responsables.

  2. Impulsores genéticos: la ciencia señala que esta nueva tecnología entraña serios peligros a la biodiversidad
    Un informe europeo pone en evidencia los riesgos para la salud humana y el medioambiente de la tecnología de impulsores genéticos.
    Esta nueva tecnología de ingeniería genética permite crear organismos diseñados para propagar modificaciones genéticas —incluso si estas son letales— en las poblaciones silvestres.
    Los impulsores genéticos están diseñados para propagar en la naturaleza modificaciones genéticas creadas en el laboratorio. El objetivo de su desarrollo es sustituir a las poblaciones silvestres por organismos modificados genéticamente, o incluso exterminarlas.
    Aunque actualmente la investigación se centra en varios ámbitos, incluyendo la erradicación de vectores de enfermedades como la malaria, la agricultura podría convertirse a largo plazo en el campo de aplicación más importante de los impulsores genéticos. Las patentes de impulsores genéticos enumeran cientos de animales y plantas cuya contención o eliminación podría aumentar temporalmente el rendimiento de la agricultura industrial.
    El objetivo de los impulsores genéticos en este campo es erradicar las denominadas «plagas y malas hierbas» al tiempo que se evita la resistencia a los herbicidas que han adquirido las plantas debido a un uso abusivo de los agroquímicos. Pero los organismos con impulsores genéticos (OIG) podrían utilizarse también con fines hostiles, por ejemplo, para propagar venenos o patógenos, aunque esto parece improbable mientras dichos impulsores y sus efectos nocivos no puedan ser contenidos espacial o temporalmente.
    Se trataría de un experimento con enormes riesgos y sin ninguna garantía, pues no se dispone de mecanismos capaces de controlar eficazmente su propagación una vez liberados, ni existen conocimientos suficientes para prever sus posibles impactos. La modificación y/o eliminación deliberada de especies supone una amenaza para la estabilidad de los ecosistemas y para la salud humana.
    Algunos de los riesgos documentados en el informe son: Imposibilidad de control, Irreversibilidad, Cruce con otras especies, Efectos imprevisibles de la tecnología.
    https://www.ecologistasenaccion.org/208532/impulsores-geneticos-la-ciencia-senala-que-esta-nueva-tecnologia-entrana-serios-peligros-a-la-biodiversidad/

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