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Historias de plantas

"Creo que muy pocas veces las plantas han sido protagonistas en la literatura. Por lo diferentes que son a nosotros las consideramos únicamente como parte del escenario sobre el que suceden acontecimientos", escribe Ricardo Reques.
"La boquila es un buen ejemplo de hasta qué punto desconocemos el mundo de los vegetales y una prueba asombrosa de que no son tan pasivos como hasta hace poco tiempo pensábamos", escribe Ricardo Reques. Foto: Licencia CC 3.0

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

19 de julio de 2020

Me ha gustado el recorrido que haces por autores que tratan de acercarse al mundo de los animales desde diferentes ángulos y he disfrutado mucho con algunos pasajes que describes. Con ello, sigues profundizando en la respuesta a la pregunta inicial —cuando empezamos esta conversación— sobre cómo la literatura puede ayudarnos a ser más conscientes de los nuevos retos ecológicos a los que se enfrenta la humanidad. Tú misma estarías en esa larga lista que podríamos elaborar de escritores que muestran un vivo interés por el mundo al que biológicamente pertenecemos y del que no podemos prescindir. Esos paralelismos que se narran desde una visión inevitablemente humana y, sobre todo, como aclaras, con propósito literario, además de lograr que podamos comprendernos un poco mejor, también consiguen ponernos en alerta al reflejar, como hace Houellebecq, el estado de algunos sectores de la sociedad o a lo que podríamos llegar en un futuro muy cercano.

Paul Auster, en Tombuctú, narra un momento crítico de la vida de un perro, Mister Bones, cuando su amo fallece y tiene que enfrentarse a un mundo hostil. Al igual que en los ejemplos que pones, Auster, a través de los ojos del animal, retrata nuestra sociedad: lo mejor y lo peor del mundo artificioso que hemos construido. También pone de manifiesto nuestra semejanza, en cuanto a los deseos más elementales, con esos animales que a veces amamos y otras utilizamos. Esto tiene una doble lectura. Observando lo que se muestra en las redes sociales si intentamos responder a la pregunta de qué queremos en nuestra vida, me parece que pocos nos apartaríamos del conformismo de tener cubiertos elementos básicos como son una vida saludable, sabernos protegidos, sentirnos satisfechos (sexo, alimentación, hogar), formar parte de grupos de amigos y colectivos con los que compartir aventuras y experiencias estimulantes, reconocernos valorados y poco más. Exactamente lo mismo que, con toda probabilidad, querría tener un caballo, un perro o un cerdo. De hecho, tal y como yo lo veo, nuestra sociedad está construida con el objetivo de conseguir éxitos económicos que no solo aseguren esos mínimos, sino que puedan incrementarse algunos de forma ostentosa.

Por eso, a veces, para muchos, historias como la de Un mundo feliz, de Huxley, pueden no parecer distópicas. Para mí es significativo que esa sociedad descrita por el escritor inglés no conozca la obra de Shakespeare: una metáfora de la derrota absoluta de la cultura. Aunque como biólogo reconozco la enorme semejanza de nuestra especie con el resto de los mamíferos, tal vez sea mi faceta de escritor la que me dice que somos capaces de dar un paso más y contribuir a que los valores éticos compensen la balanza y equilibren nuestra sociedad o puedan llegar a resolver los problemas medioambientales que hemos creado.

Los autores que quieren acercarse al mundo animal, que lo observan e interiorizan, en el fondo nos ayudan a constatar que la manera que tienen muchos animales de sentir emociones no es muy diferente a la de los humanos, aunque, como vimos, aún desconozcamos hasta qué punto. Muchas conductas que se puede pensar que son exclusivas del ser humano en realidad no lo son y tienen una base biológica. Experimentalmente se puede ver el grado de autoconciencia en algunas especies —igual que se estudia en niños pequeños que aún no se expresan por medio del lenguaje—  y conocer su capacidad para tener una imagen mental de sí mismos; por ejemplo, mediante su reconocimiento frente a un espejo. Mientras que algunos vertebrados al verse reflejados se comportan como si de cara a ellos hubiera un individuo de su misma especie que podría ser incluso un rival, otros, entre ellos muchos primates y también algunos córvidos, logran reconocerse y exploran con curiosidad su propia imagen como lo puede hacer un bebé humano menor de dieciocho meses. Esto tiene repercusiones importantes en el desarrollo de una conciencia social que es necesaria para formar alianzas entre individuos.

A mí me impresionan los comportamientos que se acercan a lo que para nosotros son rituales funerarios. Hay evidencias de que elefantes, delfines, orcas y grandes simios reaccionan reconociendo a sus semejantes muertos. Jane Goodall describe cómo hembras de chimpancé, cuando muere su bebé, permanecen junto a él e incluso lo transportan durante días. De forma más reciente, para esta misma especie, se han descrito lo que podrían ser prácticas rituales mortuorias. No podemos saber si ese comportamiento tiene origen en una emoción de dolor intenso por la pérdida de su hijo o si es un instinto protector. Lo podemos intentar justificar por los niveles de prolactina en sangre, pero también se han visto a chimpancés hijos que se comportan de forma similar ante la pérdida de su madre. Tampoco podemos saber en qué medida los chimpancés entienden el significado de la muerte. Conductas similares en cetáceos y otros grandes mamíferos han sido interpretadas por especialistas en etología como duelo por la pérdida de parientes cercanos. Es fácil suponer que ahí tenemos también el origen de muchos de nuestros mitos y religiones.

Creo que muy pocas veces las plantas han sido protagonistas en la literatura. Por lo diferentes que son a nosotros las consideramos únicamente como parte del escenario sobre el que suceden acontecimientos. Su aparente inmovilismo puede resultarnos tremendamente aburrido; sin embargo, tal vez deberíamos fijarnos más en ellas. De momento, son los únicos seres vivos, aparte de nosotros, que a gran escala pueden resolver el desastre ambiental que hemos ocasionado. No hay que olvidar que fueron los primeros organismos que colonizaron la tierra emergida cuando esta era absolutamente yerma. 

Al tratar de analizar nuestra relación con otros seres vivos de los que dependemos, los vegetales son, sin duda, de vital importancia y, como ya vimos, los problemas medioambientales derivados de su explotación son enormes. Para conseguir grandes producciones de frutos, semillas o raíces con las que alimentar a los humanos se utilizan nitratos que contaminan las aguas subterráneas e insecticidas orgánicos sintéticos que se difunden rápidamente por la biosfera. Cada vez se intentan utilizar en menores dosis, pero el daño que se ha hecho es enorme y se han constatado reducciones dramáticas de la biomasa de invertebrados que son una pieza absolutamente esencial para que funcione cualquier ecosistema en nuestro planeta. El deterioro que provocan los productos agroquímicos sobre el medio para eliminar insectos o para detener el avance de plantas no deseadas es mucho más grave que el perjuicio que estas especies puedan causar sobre estos cultivos, pero de ese daño nadie se responsabiliza. Además, para ganar espacio para la agricultura se destruyen ecosistemas naturales, se pierde el suelo fértil y se aumenta el consumo de agua dulce.

Desde el punto de vista evolutivo las consideraciones sobre la agricultura también son muy similares a las que expuse sobre las especies de animales domésticos. Desde los inicios de la agricultura ha habido una coevolución del hombre con las plantas. Los seres humanos han ido seleccionando aquellas especies que, por diferentes motivos, les interesaban (su fruto, su raíz, su semilla…) y se han convertido en el mejor vector de propagación del trigo, el arroz o el maíz al haber logrado colonizar de un modo artificial extensiones de terreno enormes muy alejadas de sus zonas de origen. Unas pocas especies acaparan más de la mitad de calorías consumidas por la población humana y dependemos absolutamente de ellas, con el alto riesgo que eso implica

No me atrevo a entrar en consideraciones económicas y laborales de cualquier transformación que se intente hacer en el mundo agrícola porque es algo que desconozco por completo. En el estrecho margen de decisión que tenemos los ciudadanos para poder elegir —cuando esto es posible—, creo que lo importante, como venimos hablando, es conocer las consecuencias de nuestras acciones y nuestras omisiones. Tenemos que saber, por ejemplo, que no todos los productos agrícolas que consumimos afectan por igual a los ecosistemas. Si un día decidimos comer unos garbanzos o unas lentejas que son leguminosas podríamos estar contribuyendo a que los sistemas de producción agrícola roten y eso hace que sean más sostenibles porque estas plantas son capaces de fijar el nitrógeno de la atmósfera de forma muy eficiente.

La agricultura rotativa disminuye notablemente las enfermedades de las plantas y las plagas y evita que se agoten los nutrientes del suelo. Por tanto, en estos cultivos no es necesaria la aplicación de tantos insecticidas y fertilizantes para conseguir buenos rendimientos. Pero si consumimos otros productos que provienen de una agricultura intensiva estaremos potenciando algunos de los graves problemas que antes he mencionado. Algo parecido es aplicable, como vimos, al consumo de carne o pescado dependiendo de cómo han sido criados los animales o de qué forma han sido capturados. Como ya te dije, personalmente, yo no renuncio a comer carne o pescado entre otras cosas porque nuestra fisiología no es la de un animal vegetariano; sin embargo, sí me gusta tener en mente estas imágenes y ser consecuente con lo que hago intentando, en la medida de mis posibilidades, compensar los daños que sé que estoy causando.

Por supuesto, este planteamiento no solo se lo tendría que hacer el consumidor, sino también el productor. Mientras no haya leyes que lo prohíban, cuando un agricultor abona sus campos con fertilizantes químicos debería considerar que para conseguir una cosecha más productiva está contaminando aguas superficiales y subterráneas incluyendo los embalses de los que bebe la población. El desarrollo científico tampoco se libra de su parte de culpa al poner en el mercado productos que no se sabe cómo van a repercutir sobre los ecosistemas ni se sabe cómo controlarlos o reciclarlos una vez que están en el ambiente.

En este sentido, Jorge Riechmann pone un ejemplo muy llamativo: Paul Hermann Müller ganó el premio Nobel en 1948 por el descubrimiento del DDT como un poderoso insecticida. Tan solo dos décadas después hubo que prohibirlo (al menos en muchos países) por sus devastadoras consecuencias sobre el medio ambiente. Si se hubiera hecho un control sobre sus efectos en el tiempo, a pesar de su posible eficacia en el control de la malaria en países concretos, lo más probable es que muchos ecosistemas en muchas grandes áreas del planeta gozarían actualmente de mejor salud. Desde mi punto de vista, ninguno de los niveles: consumidor, productor y creador, debería ampararse en la ignorancia a la hora de tomar sus decisiones. Esto ya lo he dicho en algún momento de nuestra conversación, pero creo que es importante subrayarlo. Al menos en los niveles más altos los gobiernos deberían exigir responsabilidades por priorizar unos intereses particulares basados solo en los beneficios de la producción en contra de otros generales que afectan a la salud de personas y ecosistemas. No creo que sea suficiente con obligar a especificar en las etiquetas de los productos cómo y dónde se han producido para que el consumidor elija, sino retirar la posibilidad de comerciar con productos que causan un daño probado.

Me gustaría terminar con una historia sobre plantas que cuando la leí me fascinó. Lo cuenta Stefano Mancuso en El futuro es vegetal y sirve para ilustrar lo poco que conocemos de estos seres vivos —tan alejados de nosotros— sobre su capacidad para relacionarse con el entorno. La diversidad biológica nunca deja de sorprenderme y en la naturaleza podemos encontrar respuestas y también excepciones a casi todo. En este caso se trata de una planta trepadora bastante común y bien conocida llamada boquila o bejuco (Boquila trifoliata) que vive en los bosques templados del sur de Chile y Argentina. Pero de lo que no se habían percatado los botánicos hasta hace muy poco tiempo es que posee la capacidad de alterar la morfología de sus hojas, aumentando notablemente su tamaño, modificando su nervadura, su forma, su color e incluso generando espinas hasta lograr hacer una copia indistinguible de la planta sobre la que vive para evitar así la herbivoría. Además, hay algo que no lo consiguen ni los animales más especializados en técnicas de camuflaje: la capacidad de mimetizarse con varias plantas diferentes a la vez dependiendo de las características de las especies sobre las que se sujeta. Aún no hay una respuesta que explique cómo puede hacerlo. Podría ser que las células fotorreceptoras que tienen las hojas se hayan modificado y sean capaces de responder a formas y colores como lo hacen muchos invertebrados con ocelos u ojos muy sencillos. También podría deberse a la capacidad de captar sustancias volátiles de las especies que la rodean e interpretarlas para modificar sus hojas.

La boquila es un buen ejemplo de hasta qué punto desconocemos el mundo de los vegetales y una prueba asombrosa de que no son tan pasivos como hasta hace poco tiempo pensábamos. Las plantas se mueven sin tener músculos y se relacionan sin tener algo parecido a un sistema nervioso centralizado. Ahora, por ejemplo, se está estudiando la capacidad de algunos árboles para modificar su entorno e incluso, mediante los productos bioquímicos que generan, influir en la conducta de invertebrados como las hormigas para su beneficio. Más sorprendente será, incluso, la exploración de bioacústica vegetal que algunos investigadores proponen. Tal vez a medida que la ciencia conozca mejor a las plantas dejaran de ser solo parte del paisaje en la literatura y tomarán más protagonismo.

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