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Una (cuestionable) educación sentimental

Sara Mesa viaja a su infancia en esta nueva entrega de 'Nuestra placa de Petri'. En ella cuenta cómo se enamoró de la naturaleza y de los libros de Gerald Durrell.
Sara Mesa confiesa su “radical afición” a los divertidos libros del zoólogo conservacionista Gerald Durrell. Foto: DURRELL WILDLIFE CONSERVATION TRUST

Cada viernes publicamos una entrega de ‘Nuestra placa de Petri’, una serie de diálogos entre la escritora Sara Mesa y el biólogo Ricardo Reques. Recopilamos los textos aquí.

12 de mayo de 2020

Quizá va siendo hora de que nos presentemos a los posibles lectores de una forma más íntima. Incluso nosotros mismos apenas nos conocemos el uno al otro, nos hemos leído mutuamente e intuimos afinidades, pero hay muchos asuntos todavía por contar y compartir que justifican, en cierto modo, que estemos aquí conversando sobre literatura y naturaleza. Como cada vez me interesa más la infancia, creo que no estaría de más echar la vista atrás y tratar de explicar de dónde nos viene nuestro interés por el mundo natural.

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Desde que tengo memoria de mí misma, me recuerdo interesada en la naturaleza. Aunque me he criado en la ciudad, de niña mis padres solían llevarme bastante al campo y pasábamos los veranos en un pequeño pueblo de Toledo (el pueblo de mi madre), donde el contacto con el mundo rural era completo (por las calles sin asfaltar pasaban los rebaños de ovejas y cabras). En todo caso, incluso en la ciudad, podía pasarme las horas muertas observando un hormiguero en el patio del recreo o un nido de pájaros en el saliente del edificio donde vivíamos. También leía libros sobre naturaleza, en especial sobre especies animales, aunque reconozco que no me interesaba tanto retener datos y nociones científicas como observar por mí misma su comportamiento, sin ninguna pretensión de conocimiento sistematizado.

Muchas de estas inspecciones infantiles, algunas de momentos en que yo era muy pequeña, han ido apareciendo en mis libros casi como por azar, sin planificarlo, aunque supongo que en un nivel más profundo todo tiene sentido. Por ejemplo, las expediciones que hacía con mis hermanos a un arroyo para cazar ranas con un colador. Tras atraparlas las metíamos en un bote con agua y las observábamos primero con curiosidad y luego con gran desolación, porque siempre terminaban muriendo debido a la falta de oxígeno. Sin pretenderlo, de niños, éramos tremendamente crueles con los animales y, aunque nadie nos fuera a reprender por ello dado que no era una crueldad voluntaria, recuerdo haberme sentido muy culpable al advertir en aquellas criaturas los síntomas de su sufrimiento. También recuerdo que ciertas prácticas frecuentes por aquella época me generaban un rechazo instantáneo, como la venta de pollitos teñidos de colores (fucsia, magenta o amarillo chillón… ¿tú también los viste?). Yo intuía que los pollitos lo pasaban mal cuando los sumergían en el barreño de tinte, y nunca pedí uno.

Sin embargo, sí que quería tener mascotas (en especial un perro), a lo que mis padres se negaban. Este tipo de prohibiciones lógicas eran –y son– muy frecuentes en todas las familias. No sé si lo era tanto que mi hermana y yo, a pesar de todo, decidiéramos tener animales a escondidas, sobre todo porque vivíamos en un piso pequeño, donde no era fácil ocultarlos. En una ocasión compramos un par de tortuguitas que acordamos guardar en un pequeño joyero con cajoncitos, una en cada cajón. El joyero, a su vez, lo escondíamos en un armario cerrado. Así que las tortuguitas estaban sin luz ni aire, sumergidas solo en un poco de agua y sin apenas posibilidad de moverse, salvo cuando las sacábamos un rato, a puerta cerrada, para jugar con ellas. Lógicamente murieron en unas semanas, pérdida que lamentamos muchísimo y de la que, de manera borrosa, nos sabíamos culpables. También tuvimos un hámster, esta vez encerrado en una pequeña caja de madera. Lo sacábamos más que a las tortugas, pero solo para meterlo en coches de juguete o para bañarlo (no sé de dónde sacamos la extravagante idea de que había que bañarlo a diario). Para alimentarlo únicamente le dábamos perejil que pedíamos en la frutería, asumiendo que esa era una dieta válida y completa. Ciertamente, no sé cómo sobrevivió. Lo tuvimos unos meses hasta que mi padre lo descubrió en el armario porque le oyó roer la caja y se lo llevó a un solar. Supongo que su final allí tampoco fue el mejor de los posibles.

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Yo entonces no era capaz de entender el sufrimiento por el que hice pasar a aquellas criaturas pero estos recuerdos a veces me atormentan (de hecho ahora, al escribirlos, todavía me estremezco) y te puedo asegurar que para mí fueron un verdadero aprendizaje sobre nuestra responsabilidad en el sufrimiento que causamos a seres indefensos y diferentes a nosotros. La crueldad en el trato que damos a los animales, en concreto, me parece un objeto de reflexión ineludible sobre la misma naturaleza humana y de hecho, más adelante, me gustaría centrarme algo más en este asunto. De momento, seguiré con el relato de esta educación sentimental en lo referido a mi interés por la naturaleza, que fue creciendo con los años.

Doñana, educación sobre el terreno

Creo que fueron definitivos, en ese sentido, los campamentos de verano en Doñana a los que fui más adelante, siendo ya una niña algo mayor. Eran campamentos muy exigentes en los que los monitores, la mayoría de ellos biólogos, nos sometían a un auténtico adoctrinamiento sobre la importancia de la conservación de la naturaleza, desde la perspectiva de la ecología tradicional.

La noción de cambio climático no la manejábamos entonces, pero a mí sí me quedó muy claro el poder destructor del ser humano contra la naturaleza y la necesidad de revertir ciertas conductas realmente dañinas. Doñana, en concreto, con su rara belleza y sus singulares ecosistemas en peligro, era el lugar idóneo para que se produjese ese aprendizaje fascinante. Las dunas y las marismas, la costa y el matorral mediterráneo, todos esos lugares que, según nos explicaban, estaban llenos de una vida única, corrían también grave peligro.

Aprendí muchos nombres de plantas, sus propiedades y su función en el ecosistema; aprendí a identificar mamíferos, reptiles y aves y su papel en la cadena trófica; aprendí a reconocer huellas y excrementos; aprendí a distinguir constelaciones y estrellas. Visitamos centros de recuperación de aves, observatorios y centros de interpretación. Cuando caminábamos con nuestros prismáticos nos obligaban a guardar un escrupuloso silencio para no alterar a las especies, respetando siempre la premisa de marcharnos de un lugar dejándolo exactamente igual a como lo habíamos encontrado. Creo que todo esto dejó una huella muy honda en mí. Conocer las amenazas que se cernían sobre el lince ibérico o el águila imperial, por ejemplo, me llevó a amar a esos animales, apreciar su singularidad, su valor y su belleza, y comprender la trascendencia de su pérdida. Ya no se trataba de querer un perro o un hámster para jugar en mis ratos de aburrimiento. Era algo más, un interés más adulto, profundo y significativo.

Según esta evolución, yo debería haber estudiado biología y, de hecho, fue algo que barajé durante mucho tiempo, aunque también me tentó, como a tantos otros niños, la rama veterinaria. Sin embargo, mi naturaleza me conducía más hacia las letras (la que estudió biología, y tampoco es casualidad, fue mi hermana mayor). A mí me encantaba dibujar y escribir y aunque no fuese muy diestra en esas tareas comencé a sentir la necesidad de la creación. Según fui creciendo me atraían mucho más las historias de ficción que leía en los libros, historias que me consolaban, ensanchaban mi mundo, me turbaban o me seducían por su ambigüedad. Nada de esto me lo podía proporcionar el puro estudio de la naturaleza, o eso sentía yo.

Mi radical afición por la obra de Gerald Durrell es buena muestra de esta escisión. Me gustaban muchísimo sus libros, en especial aquellos que se centraban en el relato de sus peripecias como zoólogo conservacionista, como Un zoo en la isla, en el que cuenta divertidas historias de algunos de los animales en su zoo en Jersey o Atrápame ese mono. Debí de leerlos decenas de veces, y no exagero. Lo que él conseguía, esa fascinación mía, no hubiese podido conseguirlo ningún manual de zoología, porque la magia de Durrell radicaba en la capacidad de acercar su conocimiento al lector, humanizando a los animales -aunque eso supusiera interpretar su gestualidad, su comportamiento o sus estados de ánimo desde el androcentrismo- y convirtiéndolos, de algún modo, en personajes literarios. De modo que era la combinación perfecta para mí: naturaleza y literatura mezclados y sin un ápice de ñoñería, porque allí se hablaba también de la extinción de especies, de la crueldad de los zoos convencionales y de la capacidad de destrucción –y autodestrucción– del ser humano.

Recuerdo que al final de mi edición de Un zoo en la isla, el autor hacía un llamamiento de apoyo a todos aquellos que pudieran ayudar “en la urgente y necesaria tarea de la conservación de la naturaleza”, facilitando la dirección de su zoo como contacto, supongo que para recibir donaciones. En mi inocencia, durante mucho tiempo fabulé con la idea de presentarme allí para trabajar como voluntaria, una forma de vida que se me antojaba increíblemente atractiva.

Carencias naturales

¿Qué fue de aquella ambición? A veces pienso que mi admiración por Durrell se debía más a su papel de escritor que al de zoólogo. No lo sé. Tardé mucho tiempo en descubrir mi vocación de escritora y lo malo es que, mientras tanto, abandoné también mi vocación de naturalista. Dejé de tomar notas sobre animales y de dibujarlos, dejé de hacer herbarios y cuadernos de campo y dejé de fijarme tanto en mi entorno natural. En definitiva, dejé de formarme en ese ámbito y ahora lo lamento muchísimo. Esa carencia –el desconocer el nombre de los árboles que me rodean, por ejemplo–, me parece empobrecedora aunque sea algo muy generalizado en mi entorno. Algunas de las reacciones que generó Cara de pan en lectores o periodistas sorprendidos de que yo supiese tanto de pájaros, me pareció en este sentido reveladora: son apenas un par de páginas llenas de obviedades, nada fuera de lo normal. En realidad, cada día veo pájaros en la calle y tengo muchas dudas acerca de sus nombres.

A veces echo de menos la presencia de la naturaleza en la literatura contemporánea, en los autores de mi generación o de generaciones próximas. No me refiero a las descripciones pormenorizadas de parajes naturales, sino a algo mucho más sutil y complejo. Cualquiera que haya leído a Alice Munro, por ejemplo, sabrá de lo que hablo. Ella echa mano de su conocimiento del mundo natural para dar consistencia a sus cuentos, que siempre oscilan entre la abstracción emocional, por así decirlo, y una poderosa concreción sensorial. Cuando menciona plantas, animales o accidentes geográficos, una siente que no están ahí por casualidad, sino que son parte importantísima de la historia, no un mero decorado. La desaparición de esta visión en gran parte de la literatura actual supone un empobrecimiento que además es engañoso, porque siempre hay naturaleza, incluso en las ciudades.

Haciendo un paralelismo, es como cuando nos quejamos de que muchos escritores no hablan de dinero o de trabajo, como si los protagonistas de sus libros, trasunto de una clase privilegiada, vivieran del aire y siempre estuviesen envueltos en otro tipo de problemas más elevados. En mi opinión, sucede lo mismo con el entorno natural: desde la presencia de la contaminación a los efectos del cambio climático, desde las plagas de animales foráneos a la desaparición de especies autóctonas, desde los debates éticos sobre la crueldad contra los animales a los destructivos hábitos sociales contemporáneos, todo eso está ahí, forma parte de nuestro mundo a diario, ¿cómo obviarlo?

Recientemente se ha acuñado un nuevo término para referirse a aquellas obras que exploran las consecuencias del cambio climático (cli-fi, en variación de la sci-fi), aunque la gran mayoría son ensayos o narraciones distópicas sobre los efectos de desastres naturales en escenarios futuros. La ausencia del mundo natural en la literatura a la que yo me refiero se manifiesta de otra forma, como una falta de interés por la naturaleza en sí misma salvo que sea el tema central o se pretenda construir una tesis en torno a alguno de sus aspectos. Por supuesto que no puede generalizarse y que hay maravillosas excepciones: la naturaleza está muy presente en libros recientes y exitosos como Canto yo y la montaña baila, de Irene Solá, o Panza de burro de Andrea Abreu, ambas autoras muy jóvenes.

Pero volviendo a nuestro querido Gerald Durrell, lo sorprendente para mí fue saber, después de conocerte, que tú sí llegaste a cumplir mi difuso sueño infantil de trabajar en su zoo de Jersey, aunque por desgracia no lo conocieras a él personalmente. Así que sería interesante que contaras no solo cómo fue esa experiencia, sino cómo llegaste a ella y, en definitiva, cómo fue la peripecia vital que te llevó a elegir tus estudios, tu trabajo y tu firme vocación científica.

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COMENTARIOS

  1. Descifrando la contaminación que no se ve.
    Primer informe sobre contaminación difusa.
    La contaminación difusa es aquella que no se ve, que se escapa, que no tiene un origen claro, como puede ser un tubo de escape o una tubería que vierte directamente a un río. Es, en realidad el resultado de múltiples fuentes puntuales que acaban llenando de sustancias tóxicas el agua, el aire, el suelo o los sedimentos.
    La contaminación difusa podría estar afectando a la práctica totalidad de los espacios naturales del país, incluyendo áreas protegidas.
    El estudio ha analizado, a nivel químico, la presencia de 119 contaminantes, escogidos por su alto nivel de toxicidad y su potencial efecto negativo sobre hábitats y especies, en 140 Áreas de Importancia para la Biodiversidad y las Aves (las IBA, que llevamos identificando décadas) distribuidas por todo el territorio nacional.
    Ver informe:
    https://seo.org/2021/07/07/primer-informe-que-constata-que-la-mayor-parte-de-los-espacios-naturales-de-espana-estan-afectados-por-contaminacion-difusa/?utm_source=mailpoet&utm_medium=email&utm_campaign=plantilla-boletin-mensual_21

  2. Digitalización y contaminación electromagnética
    La Coordinadora Estatal por la Moratoria del 5G apoya las diferentes convocatorias que tendrán lugar a favor de la moratoria de esta tecnología con motivo del 24 de junio, y recuerda las alertas tempranas recibidas desde ámbitos científicos e institucionales.
    Casi 1.000 organizaciones apoyan una petición donde consideran urgente abrir un debate social plural que visibilice el actual conflicto de intereses, y alertan de unos planes de estímulo europeos Next Generation EU que extienden el 5G como condición de acceso.
    La Coordinadora recuerda las recientes alertas institucionales y celebra la aprobación de moratorias del despliegue de esta tecnología por parte de algunos ayuntamientos, al tiempo que apoya los recientes llamamientos realizados desde el ámbito científico y académico.
    La Coordinadora Estatal por la Moratoria del 5G considera que los planes de estímulo europeos Next Generation EU, lejos de contribuir a la transición a modelos energéticos y climáticamente sostenibles basados en la sobriedad y en las tecnologías biocompatibles, condicionan su acceso a un proceso de digitalización total de la economía y la sociedad.
    Las organizaciones que conforman la Coordinadora exponen que dicho proceso se maquilla de ‘verde y digital’ y agrava la crisis ecosocial por estar en las antípodas de ser sostenible e inmaterial, no atendiendo a la salud de los seres vivos y el planeta.
    Según las organizaciones, en los últimos encuentros científicos sobre el 5G del Panel STOA, órgano oficial del Parlamento Europeo de Evaluación de Opciones Científicas y Tecnológicas, se cuestionaron los límites internacionales de exposición a radiofrecuencias de la autodenominada Comisión Internacional de Protección de Radiación No Ionizante (ICNIRP), al no atender a los efectos no térmicos ni a largo plazo. Por ello, en dichos encuentros se solicitó aplicar el principio de precaución, especialmente en el caso de las ondas milimétricas del 5G, por la falta de investigación en situaciones reales y en confluencia con el resto de radiofrecuencias.
    Las actuaciones de la ICNIRP, asociación privada con sede en Alemania, y de grupos lobistas en su línea, como el Comité Científico Asesor de Radiofrecuencias del Colegio de Ingenieros de Telecomunicación, ya fueron cuestionadas por conflictos de interés en ámbitos científicos, sociales y del Parlamento Europeo.
    La coordinadora recuerda las peticiones de moratoria del 5G y/o de aplicar el principio de precaución antes de su despliegue, manifestadas en más de 25 Estados por algún organismo público y consultivo de salud o medioambiental, o por algún colegio médico, asociación de medicina ambiental o institución de investigación del cáncer, además de los llamamientos científicos internacionales.
    https://www.ecologistasenaccion.org/173803/piden-una-moratoria-del-5g/

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