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Avance editorial: ‘Contra el mito del colapso ecológico’, de Emilio Santiago

«El ecologismo sabrá leer mejor nuestro tiempo e intervenir en él si se preparara para cosas que se parecerán más al 15M que si vuelca sus esfuerzos en aprender a sobrevivir a un hipotético derrumbe de la civilización», afirma el autor.
Foto: ‘Contra el mito del colapso ecológico’.

Este fragmento es un avance del libro ‘Contra el mito del colapso ecológico’ (Arpa, 2023), de Emilio Santiago.

Pequeña antología de colapsos que no fueron (nota autobiográfica)

En este punto de la argumentación quizás algunas notas autobiográficas ayuden a perfilar el sentido de este libro, pues mi trayectoria es la de una persona que creció y se crio políticamente en el ecologismo colapsista y con el tiempo cambió sus posiciones.

En 2004, el colectivo anarquista en el que militaba conoció, gracias a una charla de Pedro Prieto en la facultad de Ciencias Políticas que después reprodujimos en el Centro Social Okupado La Casika, la tesis del peak oil y los planteamientos de Hubbert. Quedamos fascinados por cómo aquel relato nos permitía reenfocar el mundo. «Cuan- do sepa toda la verdad sobre el petróleo y el gas, su vida cambiará para siempre». La frase de Jay Hanson, que abría la presentación, pronto dejó de parecernos un recurso retórico para pasar a remover todas y cada una de las creencias más sólidas de la treintena de personas que conformábamos el público. Una tras otra, las transparencias que allí se mostraban iban configurando, de modo difícilmente rebatible, un futuro absolutamente contraintuitivo, un futuro de colapso, que contrastaba con la ciudad y las costumbres que nos rodeaban. Y es que en pleno corazón de la euforia urbanística, en los años dorados de esa efímera Belle Époque que fue la burbuja inmobiliaria, hasta un barrio antaño humilde como Móstoles irradiaba despilfarro y optimismo prepotente, en cada rincón y en cada comportamiento. La abundancia cantaba a mil voces un monólogo triunfalista. Y aunque el 11S, la invasión de Irak y sobre todo el atentado en Atocha nos habían puesto tras la pista de que la historia no estaba detenida, sin duda en aquellos años, salvo para un puñado de jóvenes libertarios que nos empeñábamos en provocarla, la historia era algo que ocurría siempre en alguna otra parte.

Pero la historia pronto empezó a llamar también a nuestra puerta. La subida imparable de los precios del petróleo, espoleada por el techo de producción de petróleo convencional al que se llegó en el año 2006, fue un primer síntoma de que aquel extraño oráculo geológico nos ofrecía una nueva comprensión del presente. El crack financiero del 2008 lo entendimos como la confirmación definitiva. Durante el proceso no hicimos sino abrir una pequeña franquicia local de un debate internacional que era realmente vibrante. Y que estaba impulsado además por científicos poco sospechosos de veleidades anticapitalistas como los que formaban ASPO. Un desafío intelectual colectivo que, más allá de cualquier otra consideración, tenía mucho de aventura que otorgaba un nuevo sentido vital a nuestro activismo. Cuando descubrimos además que no estábamos solos en nuestros intentos de traducir aquel diagnóstico a una nueva práctica política, que éramos sin saberlo una muestra pionera del movimiento mundial de ciudades en transición, la ideología se volvió proyecto de vida.

Fueron muchos años, los años más bellos de nuestra juventud, entregados a una actividad militante en nuestro barrio alrededor de un ateneo popular y de un colectivo, Rompe el Círculo. Entre otras tareas, queríamos aprender para anticiparnos a un colapso que considerábamos inminente y sacar de esa situación el partido más emancipador posible. Fueron tiempos escalofriantemente hermosos por lo que tuvieron de redescubrimiento de la potencia y la alegría de nuestros talentos comunitarios. También tuvieron un poco de loca juventud prepper, a la que entregamos un buen puñado de tardes de domingo. Como colapsistas entendíamos que la tarea prioritaria era organizar las se- millas bajo la nieve, como las llamaba el anarquista Colin Ward, que debían florecer después del hundimiento. Esto incluía algunos ritos de paso obligatorios: un banco de tiempo, y también la recuperación de autonomía material comunitaria en el huerto. Los diferentes huertos que impulsamos quizá fueron nuestra única medida adaptativa que no fracasó estrepitosamente, aunque nos quedamos a años luz de nada parecido a la soberanía alimentaria. Tam- bién tuvimos debates lisérgicos, inspirados en la experiencia de Grecia, sobre cómo autogestionar ambulatorios públicos tras el desmoronamiento del Estado. Cálculos sobre despensas viables ante según qué catástrofes. Fantasías aventuristas de autodefensa comunal. Y discusiones un poco esotéricas y un poco ridículas, ante la inminente debacle bancaria, sobre cuál podría ser el metal refugio, oro o plata, para poner a buen recaudo nuestros miserables ahorros de chavales de barrio obrero (digo ridículas porque con suerte alguno tendría mil euros en el banco).

Por fortuna, aquellos años de actividad anticipatoria no fueron solo estrictamente colapsistas. Nos podía el barrio y sus llamadas. Nos alimentaba también la sabia de nuestras raíces y el gozo de ser jóvenes precarios con mucho tiempo libre. Y nos implicábamos a la vez en conflictos laborales, en la lucha por la sanidad pública, en la defensa del centro social okupado del barrio, en coqueteos con el surrealismo, en bailar swing, en fundar una biblioteca o un estudio de música, en descolonizar nuestras relaciones eróticas o en intentar levantar un movimiento de hip hop politizado.

Pero, como solemos bromear, con la crisis de 2008 no llegó el colapso. Llegó el 15M. Que es una forma simpática de resumir que, aunque la producción de petróleo convencional tocó techo, y eso provocó desgarros geopolíticos y convulsiones económicas, la gran disfuncionalidad de nuestra sociedad no tuvo lugar. Todo resultó muchísimo más complejo y más rico en posibilidades: la crisis económica se gestionó de modos muy diferentes porque además no solo era provocada por la energía. Se recurrió al fracking, que ofreció un balón de oxígeno energético al problema de escasez de combustibles líquidos. A algunas regiones del mundo, y a algunos sectores sociales, les fue mucho peor, pero otros prosperaron. También hubo revueltas, que tras diez años han dado lugar a desenlaces dispares como el Egipto de Al Sisi y el gobierno de Petro en Colombia.

A nosotros nos tocó la acampada en las plazas, las mareas, la marcha de la dignidad y después el fenómeno Podemos. Y tuvimos la inteligencia política de dejar de lado la preparación para el colapso e involucrarnos en el estallido social de nuestro país y sus diferentes experimentos, también el institucional, con todas nuestras fuerzas. Queríamos contribuir a ello con un discurso ecologista preocupado por la posibilidad de la quiebra civilizatoria en curso. Pero no como una vanguardia ecosocial que debía ilustrar a las masas energéticamente ignorantes, sino con el objetivo, que la educación popular nos había enseñado, de aprender y contaminarnos de los deseos, las frustraciones, la rabia y las intuiciones políticas del pueblo del que formábamos parte. No pocas veces más equilibradas que las nuestras.

Este es un relato escrito en primera persona del plural porque fue una aventura esencialmente colectiva. En paralelo, al mismo tiempo, yo desarrollé mi investigación doctoral sobre Cuba, cuyos resultados han sido expuestos en las páginas precedentes, y que me ayudaron mucho a revisar mis posiciones colapsistas. También mis posiciones revolucionarias, pues en Cuba aprendí mucho sobre cuánto puede dar de sí una revolución social y sobre lo limitada que es cualquier noción de soberanía política en la enredadera de interdependencias del mercado mundial.

A los pocos meses de defender mi tesis, la efervescencia política de aquellos años me llevó a un puesto de responsabilidad institucional: dirigir las políticas medioambientales de Móstoles. Previamente habíamos logrado que la transición ecológica tuviera un papel central, y en cierta medida pionero, dentro del programa de la candidatura municipalista que ahora cogobernaba la ciudad. Esa prueba de fuego fue definitiva. A los pocos meses de tomar posesión del cargo uno ya podía darse cuenta de que el discurso colapsista era un obstáculo absoluto a la hora de poder hacer algo transformador en las instituciones. Además, y a pesar de lo mucho y vertiginoso que estaba pasando, en el año 2016 la vida moderna presentaba unos rasgos de continuidad esenciales en sus fundamentos básicos (orden público, seguridad alimentaria y energética, cultura material cotidiana) que ocho años antes nos parecían imposibles, y era necesario admitirlo. La herida social de la implosión neoliberal seguía en carne viva. Éramos una sociedad rota en desigualdad, abusos, corrupción, precariedad y expectativas truncadas. Pero, por debajo de aquel amasijo chirriante de dolor social, la economía había vuelto a crecer. La producción de fracking no pinchaba. Aunque la cuestión ecológica seguía siendo absolutamente central, y haber sabido preverla fue nuestro mérito, el mito del colapso ya no cuadraba. Era necesario reposicionarse.

Nuestro caso es un ejemplo ilustrativo de los aportes y las contraindicaciones de los discursos colapsistas. El colapsismo nos permitió localizar y tomarnos en serio toda una serie de tendencias de fondo que comprometían y siguen comprometiendo el desarrollo de la historia en términos de previsibilidad. Nos permitió familiarizarnos con el pensamiento ecologista. Pero lo hicimos desde un diagnóstico muy sesgado del estado de la cuestión científica. Y, sobre todo, lo hicimos instalados en análisis muy unilaterales sobre el papel de la energía en la evolución social. Los mismos análisis que nos impedían dar su verdadera importancia a todo eso que estábamos prefigurando a escala minúscula y con cierto talento inconsciente: la práctica de la esperanza, del optimismo militante, la prefiguración de la transición ecológica en hechos concretos que tienen impactos en la vida cotidiana. En materia de vicios, lo bueno siempre es tener varios. Así se contrapesan. Nuestro vicio colapsista era constantemente corregido por uno al que estábamos mucho más enganchados desde la más tierna adolescencia: la ludopatía de reconquistar nuestras vidas para construir eso que Erick Olin Wright llamaba utopías reales. Esta historia puede ser destilada de sus rasgos anecdóticos y subjetivos y extraer de ella la tesis fundamental de este libro: el ecologismo sabrá leer mejor nuestro tiempo e intervenir en él si se preparara para cosas que se parecerán más al 15M que si vuelca sus esfuerzos en aprender a sobrevivir a un hipotético derrumbe de la civilización.

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