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¿A quién le pertenece el Refugio de Vida Salvaje del Ártico?

La reactivación de la controversia en torno a la explotación de hidrocarburos en el Ártico nos remite a un debate sobre gobernanza y sostenibilidad global: ¿Quién decide sobre el uso de los recursos? ¿Quién carga con las consecuencias para el común provocadas por su uso particular?
Río Sheenjek, en el Refugio de Vida Salvaje del Ártico. Foto: USFWSAlaska (Lic: CC PDM 1.0) Foto: Alaska Refugio Vida Salvaje

La oficina de Gestión de Tierras, dependiente del Departamento de Interior de Estados Unidos, acaba de aprobar una revisión en los usos de la tierra –una especie de gigantesca recalificación urbanística– que, junto a una discreta puerta trasera abierta por la ley de presupuestos de la administración Trump, permitirá que aumente significativamente, antes de que acabe el año, la extracción de petróleo y gas en la zona más protegida de la costa del Ártico y del planeta. Una extracción, prohibida desde 1980, que fue incluso vetada por los presidentes Bill Clinton y Barack Obama.

Como sucede cada vez que el Partido Republicano controla los resortes del poder en Washington, el Refugio Nacional de la Vida Salvaje en el Ártico, en Alaska corre peligro. Esta es la reserva natural de mayor extensión de Estados Unidos (del tamaño de Castilla La Mancha, poblada por osos polares y caribús además del pueblo nativo Wichʼin). Y esa amenaza se convierte en espejo de un debate global sobre la sostenibilidad y su gobernanza en el contexto de un cambio climático que nos afecta a todos desde su zona cero: el Ártico.

Levantar la protección del refugio implica profundizar un modelo económico extractivista incompatible con el concepto de desarrollo sostenible que, partiendo del Ártico, tiene alcance global y nos salpica a todos. Funciona así: se levanta la protección medioambiental de una esquina del planeta para que las empresas petroleras exploten sus reservas de combustibles fósiles a cambio de una cantidad de dinero –el Dividendo del Petróleo. Estos ingresos revierten en las arcas de Alaska, un estado de pocos votantes (no llega a 300.000), sin apenas servicios públicos ni más impuestos que los que pagan esas empresas. Por si fuera poco, el estado recorta presupuestos y ataca a la Universidad de Alaska, enemigo incómodo –universidad pública, ciencia- que investiga el ártico desde cerca, con un 40% menos de presupuesto estatal este año.

El Dividendo del Petróleo financia directamente una transferencia anual e incondicionada de efectivo a los bolsillos de ese puñado de votantes. A más extracción de hidrocarburos, y a menos inversión en educación, más generoso el cheque. En cada convocatoria electoral se vive, con esos votos –de algún modo pagados-, un ataque frontal a la sostenibilidad y a la garantía de que un determinado desarrollo presente no hipoteque el desarrollo de generaciones futuras.

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Ante la disyuntiva entre el cheque en mano (hablamos de una cantidad variable que ronda los 1.500-2.000 dólares anuales por residente, migajas teniendo en cuenta los precios en la zona) o el futuro del capital natural que alberga el planeta y la ciencia que lo investiga, los habitantes de Alaska, republicanos sempiternos, trumpistas empedernidos hoy, no dudan: apoyan una y otra vez a aquellos gobernadores, congresistas y senadores que saben alimentar su dinero.

Estos candidatos, a su vez, empujan en una dirección muy concreta cuando llegan a un Washington donde cada voto vale cada vez más en el contexto de un posible juicio político al presidente Trump. “Mi puesto en el Congreso o el Senado depende de mantener e incrementar el cheque que les llega a mis votantes”, parecieran decir algunos.

Si en algunos lugares de América Latina un voto vale lo que unas zapatillas o una bolsa de comida, en Estados Unidos, por imperativo de la paridad de poder de compra, sale un poco más caro: apenas un par de billetes de avión de Alaska a Florida o un súpermegatelevisor de plasma nuevo para beber ante la SuperBowl. No parece demasiado aventurado apuntar que también se vende al peso. El problema es que esa venta no afecta sólo a la calidad de la democracia estadounidense. Empobrece a todo el planeta a través de las consecuencias de lo que sucede en el Ártico. Que nos afectan a todas.

Por un lado, la comunidad científica global advierte sin pausa del valor que ecosistemas como el de Alaska y el Ártico tienen para el conjunto de la humanidad y lo negativo de los impactos provocados por su modificación. Por otro, los políticos delegados para tomar decisiones que pueden alterar ese frágil equilibrio sobreviven anclados en el cortoplacismo de la cuenta de resultados, la encuesta, la próxima convocatoria electoral y un sistema de cheques del petróleo que encharca y convierte en chapapote cualquier debate político.

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La voluntad política concreta, cuantificable, muy interesada y a corto plazo, de un reducido grupo de votantes que recibe incentivos muy claros para jugar un papel concreto en el desarrollo de un drama político de dimensiones estadounidenses- extractivismo, coaliciones en Washington- se impone sobre los incentivos a largo plazo para el conjunto de habitantes del planeta –emisiones de carbono, calentamiento global, crisis climática.

¿Por qué nos importa lo que voten y reciban en sus cuentas bancarias un puñado de protagonistas de los documentales de la última frontera que vemos en Dmax? Porque plantea un debate de alcance global sobre el futuro del modelo y sentido del crecimiento económico y su gobernanza desde un lugar, Alaska, convertido en zona cero del cambio climático.

Plantear lo siguiente se convertiría entonces en una sensata provocación: para vender algo es necesario poseerlo. Poseer. Redefinamos poseer en el contexto de una externalidad global, semilla de lo absoluto, definitiva, que baja en cascada del Ártico hasta Murcia.

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Para que su venta, la del Ártico, no sea suicida, es necesario evaluar a largo plazo el impacto de esa transacción en un colectivo mucho mayor que el directamente afectado a priori.

¿Es el el Refugio Nacional de la vida Salvaje del Ártico propiedad de 300.000 votantes que reciben un cheque que se financia directamente gracias a su deterioro o un bien común para el conjunto de los ecosistemas, de la humanidad? ¿Pueden 150.000 votantes republicanos en Alaska (que han cobrado un cheque de 2.000 dólares de quienes retiran la protección legal del mayor refugio de vida salvaje de occidente para quemar petróleo y apoyan quitarse de en medio la Universidad pública que lo defiende e investiga) decidir el futuro del oso polar, de miles de caribús o del ecosistema de la planicie costera ártica?

¿Pueden [deben acaso] decidir ese puñado de votantes estadounidenses sobre la cantidad de hidrocarburos que se queman expulsando carbono a la atmósfera, calentándola, precisamente desde un lugar, el Ártico, que debido al efecto cascada que tiene su deshielo, acelera de manera exponencial las consecuencias que sufre el resto del planeta?

¿Es el cheque, el dinero en efectivo que reciben los habitantes de Alaska, más valioso que el capital social y natural para la humanidad que se lleva por delante la decisión alimentada por ese cheque? ¿Qué modificaciones cabrían a dos conceptos, la soberanía y su escenario más limitado, la circunscripción electoral, en beneficio del futuro del planeta?

¿Deben ser redimensionados y transferidos, en aras de una mejor gobernanza y hacia un ámbito de decisión global conceptos como vida salvaje, medioambiente, biodiversidad, sistemas ecológicos sostenibles o cantidad de combustibles fósiles destinados al calentamiento global?

¿Deben votar sobre estos temas las personas más jóvenes, aquellas a quienes más afectarán las decisiones que ahora se toman sobre la explotación de petróleo en el Ártico, y hacerlo aunque vivan en Murcia o en Tegucigalpa? Porque bien que les perjudica y perjudicará también ellas.

Estas son algunas de las preguntas que podrían plantearse durante la próxima Cumbre del Clima en Madrid.

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