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Una casa para siempre

«Quizás escuchando el viento que nos manda Perseverance nos damos cuenta de que somos micorriza, un nudo de vínculos y de reciprocidad entre todos los seres», escribe María Sánchez.
Foto: NASA/JPL-CALTECH

Un aterrizaje perfecto. Reconozco que no puedo dejar de mirarlo. Lo que consigue que no despegue los ojos de la pantalla es el vídeo que graba el propio robot mientras desciende sobre Marte, un planeta que se encuentra a millones de kilómetros de esta tierra. Las imágenes sobrevuelan el espacio hasta llegar a mi ordenador. Perseverance aterriza, poco a poco, y el polvo de Marte se levanta, se dirige a nosotros recibiendo a la máquina. Viendo una y otra vez cómo despliega los paracaídas, cómo se posa sobre el cráter Jezero. De repente, empecé a preguntarme por los caminos que recorrería la máquina, de qué estaría hecha la tierra que pisaba, cuánto tiempo tendría de vida, y si podría volver. No, no hay regreso posible. Desde el pasado jueves, Marte es la casa para siempre de Perseverance. Su labor comienza justo ahora, encontrar rastros de vida en esta parte norte del planeta rojo, que antes de ser desierto, fue hace 3.500 millones de años un enorme lago, en el que quizás pudieron darse las condiciones adecuadas para que se surgiera la vida. Pero yo no paro de preguntarme qué pasará con Perseverance si no logra su misión, o si simplemente hay un fallo o alguien decide en algún momento que solo es un trasto, que ya no sirve. Imaginé la desconexión del aparato, la pantalla totalmente en blanco, el chispazo que hacían algunos televisores antiguos al apagarlos. Y me vino de golpe un verso de Catulo para el gran apagón: Pero nosotros, una vez que se extinga nuestra breve luz, una noche perpetua tendremos que dormir”. Y de nuevo la realidad que nos atraviesa, lo que veo nada más levantar la vista hacia la ventana. Hoy me maravillo escuchando un atisbo del viento de Marte, gracias a que Perseverance lleva micrófonos y nos manda de vuelta la grabación. Suenan en mi habitación los vientos de otro planeta mientras una cigüeña aterriza en el prado de enfrente, desconcertada, porque ya no está la charca en la que ayer mojaba sus patas y buscaba alimento sin parar con su pico. Me atraviesa esa imagen, me conmueve. Es un pellizco. Tan lejos y tan cerca. Me pregunto por todas las historias de aves y de sondas en el espacio a las que no alcanzo, pero ¿conozco acaso cuál es la historia más antigua de todas? Con Perseverance comienza un nuevo relato, pero algo me empuja a seguir buscando entre los viejos, entre los que no se escribieron o no se pronunciaron, entre los que quizás no les dimos suficiente valor o no les prestamos la atención necesaria porque no los creíamos buenos o importantes. Pienso en la tecnología, en el rastro que dejará Perseverance, en las huellas que deja como estela ahora mismo mientras yo escribo estas palabras, y me pregunto cómo podríamos trasplantar la emoción de este nuevo camino que se abre allá lejos al día a día de todos nosotros, de todo los que nos rodea y con todos los que convivimos y formamos parte de este planeta tierra. Puede que el objetivo de Perseverance se conciba como algo completamente diferente, pero a mí me recuerda que quizás él puede hablarnos allá arriba del lugar de dónde viene, de nosotros, los humanos y los no-humanos, de cómo podemos seguir adelante y entendernos. Puede que ese polvo que se levanta del desierto rojo sea el origen de las primeras partículas para que aquí abajo comencemos a gestar un nuevo lenguaje que nos permita reimaginar nuestra forma de estar y de ser en el mundo, un nuevo idioma que no sea solo de objetos, sin que contemple a todos sus seres y cobije todas las relaciones que se dan entre todos. Quizás escuchando el viento que nos manda Perseverance nos damos cuenta de que somos micorriza, un nudo de vínculos y de reciprocidad entre todos los seres. ¿Cómo podemos reaprender a leer y a entender la relación que tenemos con el lugar que habitamos y con todos aquellos que compartimos territorio? Reconocernos como entramado interdependiente y vulnerable en un planeta herido que busca vida en un planeta extraño, aquí quizás está el germen de un nuevo vínculo que contenga nuevas formas de relacionarnos y habitarnos. Que nos enseñe a conmovernos con lo más sencillo, con lo más cercano. Como esa cigüeña que mira y decide buscar alimento en otro lado, como esa seta recién nacida desperezándose bajo las hojas de un carballo. Quizás hay que apelar a esa ternura, a entender que todo ser vivo siente, entiende, reacciona e interpreta en su propio lugar, en su propio mundo, en una red tejida viva con todo lo que le rodea y de lo que forma parte. Quizás esta lengua en la que hablo y crezco todavía es insuficiente con todos ellos, y solo adivinamos o intuimos el eco de sus voces y pasos en otras maneras de ser y relacionarse. Pero podemos jugar a dejar a un lado la inmediatez por unos momentos, y volvernos conscientes de todo lo que sucede alrededor para la vida y la supervivencia. Podemos dejarnos tocar, conmovernos en la fragilidad de una cría que espera en el nido a que su madre la alimente. En los brotes que saben cuándo toca florecer, en las bandadas de pájaros que sin reloj ni calendario conocen el momento preciso para comenzar la emigración. ¿Será que a nosotros nos falta una pieza de ese formar parte y de ese lenguaje? Así sigue cada día el mundo adelante, en este planeta que también es nuestra casa para siempre. Ojalá habitarlo y respetarlo con todos los demás con la misma facilidad con la que crece la hierba.

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