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Trabajar por la utopía, no por su plusvalía (II)

La crisis climática y ecológica en que estamos inmersos exige que reduzcamos inmensamente nuestra esfera de producción material, y el simple hecho de pasar menos tiempo produciendo nos permite dar pasos en esta dirección.
Foto: PIXABAY Foto: sunset-5033708_1920

La semana pasada hablábamos de la necesidad de reivindicar la utopía como horizonte, y también como herramienta política. Necesitamos tener nuestras propias utopías que nos sirvan como objetivo común y para luchar contra las utopías de los intelectuales del 1%. ¿Cuáles son, con qué podemos contar en nuestro haber en el apartado utópico, cuando el mismo concepto ha sido deliberadamente desprestigiado? 

Por suerte, tenemos una rica tradición de la que beber: mundos sin pobreza, sin discriminación por razón de género o raza, sin esclavitud. Proponemos empezar por visiones que puedan parecer más de andar por casa, pero que son fundamentales para avanzar hacia esos objetivos. Un ejemplo que tenemos a mano es la idea de defensa de lo público, una visión que consiguió aunar a un sector amplio de la población a favor de medidas progresistas de defensa de las instituciones públicas que se encontraban bajo el asedio neoliberal. Y desde luego que esta es una idea absolutamente fundamental. Pero la urgencia del cambio climático y la crisis ecosocial muestran que no nos vale con conservar lo mejor que tenía nuestro sistema: necesitamos una utopía que nos sirva de horizonte colectivo para caminar hacia un modo de producir, consumir y vivir que sea consciente de los límites planetarios y permita que todos habitantes del planeta vivan con dignidad

Nuestra propuesta es intentarlo con una idea simple de entender, popular pero potente: la idea utópica de no trabajar. O, al menos, de no pasar la mayor parte de nuestra vida trabajando para otro. La idea de tener tiempo y, por tanto, libertad, para ser lo que queramos ser. Esta idea de que hoy en día el dinero compra el tiempo y por tanto la libertad para realizarnos se ve de un modo más explícito (y obsceno) en los anuncios de la lotería. No podemos permitirnos seguir en un sistema en el que ser dueños de nuevo de nuestro tiempo sea, para la mayoría de la población, un sueño inalcanzable: necesitamos que el deseo de no vender nuestro tiempo a otras personas deje de ser una utopía en el usual sentido peyorativo y se convierta en un horizonte posible. Una visión que nos sirva tanto para ganar las luchas más cercanas como para poder imaginar un futuro en el que vivamos mejor. 

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Una medida que sirve como ejemplo concreto de esta visión es la reducción de la jornada laboral. Por un lado, permite experimentar en nuestras carnes las ventajas de trabajar menos: un trocito de la utopía aquí, en esas dos horas diarias de sometimiento al jefe que te ahorras. Además, la crisis climática y ecológica en que estamos inmersos exige que reduzcamos inmensamente nuestra esfera de producción material, y el simple hecho de pasar menos tiempo produciendo nos permite dar pasos en esta dirección. Tener más tiempo para nosotros lleva, también, a poder disfrutar de formas de ocio menos consumistas y más ricas. Hay estudios que muestran que las jornadas laborales más largas llevan a estilos de vida más intensivos en emisiones de CO2: más necesidad de comidas precocinadas, más trayectos en coche (porque no hay tiempo para ir de otro modo), más ocio orientado al consumo porque necesitamos satisfacciones inmediatas.

No hace falta tampoco recordar que trabajar menos horas disminuye el estrés, mejora nuestra salud y, en definitiva, nos proporciona eso que hemos dado en llamar bienestar. Por último, uno de los aspectos más importantes de esta reducción del tiempo de trabajo remunerado es la posibilidad que se abre para poder dedicar más tiempo para unas tareas de cuidado que tienen que ser repartidas, por fin, de modo igualitario.

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En las últimas semanas está aumentando la conversación en torno a la reducción de jornada: el grupo parlamentario de Más País-Equo ha presentado una enmienda a los Presupuestos, planteando una subvención para impulsar a pequeñas y medianas empresas a reducir su jornada laboral sin reducción de salarios, y además el gobierno dice estar “estudiando” la reducción de horario de trabajo. Aunque tal vez se le deba exigir al ejecutivo que comience por implementar esta reducción en la Administración y el sector público en general, es un paso importante sobre todo para que este debate llegue para quedarse en la sociedad, y que rápidamente se convierta en una reivindicación generalizada. En el programa laSexta Clave hicieron recientemente una entrevista a pie de calle a varias personas preguntando sobre la reducción de jornada y no fueron capaces de encontrar una sola que estuviera en contra. Se trata de que vaya calando la idea de que no solo es algo beneficioso, sino realizable.

Ahora mismo entre la izquierda existen diversas ideas tanto sobre cómo hay que afrontar la transición ahora como sobre qué pinta tendrá el mundo dentro de cuatro o cinco décadas. Creemos que, dentro de esta diversidad, es importante que existan visiones compartidas, y el trabajar menos –y en concreto la reducción de jornada– es un cachito de utopía que debería ser común, tal y como ya lo es, por ejemplo, acabar con la industria fósil. Esta es, además, una idea popular con un gran arraigo en el imaginario colectivo. Algo que puede convertirse en la punta de lanza de un ataque frontal al moribundo e injusto sistema actual. La oposición o escepticismo que pueda despertar esta idea se debe, casi exclusivamente, a la incapacidad de creer en un mundo diferente, a la indefensión aprendida tras décadas de derrotas de los de abajo. El primer paso, pues, es traer la utopía del territorio de las ensoñaciones anestesiantes al horizonte de lo posible. Convertir, parafraseando a Raymond Williams, la convincente desesperación en una esperanza posible

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