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Si quieres parar el desastre, tienes que lograr no hacer nada

Reseña de 'Cómo no hacer nada' (Ariel, 2021), de Jenny Odell, un libro que reflexiona en torno a cómo la tecnología que usamos para comunicarnos, trabajar y relacionarnos ejerce un maltrato a la atención.
Foto: como reflexiona la autora, poder parar también es un privilegio.

Acarreé Cómo no hacer nada de maleta en maleta durante todas las vacaciones de verano. “Veo a gente (…) incapaz de descansar, pero también incapaz incluso de ver dónde se encuentra”, decía Jenny Odell en la introducción. Me interesaba muchísimo, pero no avancé más que lo que llegué a leer en el avión de ida a un lugar con playa, antes de quedarme dormida. Cuando me vio meterlo de nuevo en la mochila de vuelta, con la tarjeta de embarque marcando la página 42, la amiga con la que viajaba me dijo: “Eso es que lo has hecho bien”. 

Luego llegó el final de noviembre y yo seguía sin haber avanzado nada en ese libro. Todo ese tiempo estuvo en lo alto de la pila de pendientes, junto a otros como Frágiles, de Remedios Zafra, con los que compartía lo irónico de no llegar nunca a ser leídos: la razón ahora no era “estar haciéndolo bien”, sino todo lo contrario. Lo estaba haciendo mal, fatal, sin una miserable tarde no ya para no hacer nada, sino siquiera para leer por gusto (fuera de la rueda de la productividad del devorar libros necesarios para un artículo, para una clase, para una presentación). 

Tengo que confesar que solo logré sumergirme en el libro con el ardid de comprometerme a hacer esta reseña. En un puente en el que decidí encerrarme en casa, leía a Odell hablar de la trampa de “parar para volver más productiva”, y el contexto de lectura iba acumulando paradojas. Una más: el subtítulo del ensayo propone “resistirse a la economía de la atención”. Durante la lectura, tumbada en el sofá, rara vez pasaba más de media hora sin que alargase la mano para echar un ojo a las redes sociales. Lo intentaba, de verdad que sí. Alejaba el teléfono, me obligaba a esperar hasta el final del capítulo. Me hacía trampa una y otra vez. 

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Aunque, a ratos, Jenny conseguía evitarlo. Y lo hacía con el truco más viejo del mundo: la belleza. Frente a un mundo que siente “impaciencia ante cualquier cosa que sea poética, que no sea obvia”, esta autora da rodeos. No se puede recorrer el libro rápido, buscando solo el hilo del argumento, como seguramente habría sido mi tentación. Este se va hilvanando con derivas: aquí unas páginas sobre la observación de pájaros, allá unas sobre tal cuadro o tal concierto, más adelante otras sobre Diógenes o sobre Thoreau. El libro se convierte así en un ejemplo vivo de una de sus hipótesis: que el arte es una herramienta para orientar la atención. Dejándome llevar como por el laberinto de la rosaleda desde la que Odell cuenta que a menudo escribe, a veces sonrío al darme cuenta de que ya no quiero mirar qué está pasando en Twitter. 

El diagnóstico de partida de este ensayo es que la tecnología que usamos para comunicarnos, trabajar y relacionarnos ejerce un maltrato a la atención, a través de una “carrera armamentística de la urgencia” que obtiene beneficios económicos del hecho de mantenernos en un estado de ansiedad y distracción. Las redes sociales provocan, según Odell, un “hundimiento del contexto” por la sucesión de informaciones y estímulos sin orden, cronología ni aparente relación. “Imagino distintas partes de mi cerebro activándose en un patrón que no tiene sentido, que imposibilita de antemano toda posible comprensión. Ahí hay muchas cosas que parecen importantes, pero la suma de todas ellas es absurda”, explica. Es en ese contexto en el que parar es una condición de posibilidad para cualquier acción transformadora.

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Parar y no hacer nada, pero entendiendo, claro, que esa nada no es exactamente nada. La economía de la atención ofrece respuestas rápidas y prefabricadas para la autorreflexión, la curiosidad y el deseo de pertenencia: tres necesidades que florecen por el contrario en el no hacer nada. Reconducir la atención a lo que realmente nos rodea, piensa Odell, nos proporciona mayor conciencia de que participamos en la historia y en la comunidad —no solo humana—, y así también un mayor sentido de responsabilidad. No hacer nada es un acto de resistencia en un tiempo en el que la sobrecarga de información también dificulta la elaboración política y la creación de lazos fuertes, con un cerebro colectivo aturdido incapaz de una narrativa común. “Los actos significativos de rechazo no han surgido del miedo, la ira ni la histeria, sino más bien de la claridad y la atención que hace posible organizarlos”, recuerda. 

Odell no elude las contradicciones: poder parar también es un privilegio, no todo el mundo tiene el mismo margen de negarse a entrar a las lógicas más extendidas, y hasta abandonar las redes sociales tal vez sea posible solo cuando ya se tiene determinado capital social, o un modo de vida que no exige estar constantemente conectada y disponible. También se pregunta por otra tentación habitual: la de dejarlo todo e irse a vivir al campo o al monte. Interesada por cómo esta reacción ha vuelto a ponerse de moda en los últimos años, encuentra precedentes en otras épocas marcadas por el desasosiego: entre 1965 y 1970, por ejemplo, se fundaron en Estados Unidos más de mil comunas que intentaban ser burbujas para una vida alternativa. Odell las estudia, pero es reticente ante ellas, porque considera que eluden su parte de la responsabilidad colectiva. Prefiere pensar en un distanciamiento elegido y modulado, a través del cual “el deseo desesperado de abandonar (¡para siempre!) madura y pasa a ser un compromiso de vivir en un rechazo permanente en el que uno ya es, y de encontrarse con los demás en el espacio común de ese rechazo”. 

En estos días de calma relativa vi Una pastelería en Tokio, una película de 2015 dirigida por Naomi Kawase. Hay una escena en la que la protagonista, una anciana con especial habilidad para cocinar la pasta con la que se rellenan unos dulces, explica que su truco es escuchar a las judías con las que se hace, dejar que le cuenten las historias de los campos de los que vienen, el sol que conocieron y el viaje que las trajo hasta sus manos. De algún modo, lo que hace Odell es algo parecido. Lo sabemos cuando nos cuenta algunos descubrimientos que le resultaron transformadores. 

Un día, por ejemplo, aprendió que la lluvia que cae sobre su ciudad es agua venida de Filipinas en un “río atmosférico”. Le entraron ganas de saber más sobre los caminos del agua, y se puso a seguir un arroyo en el que nunca se había fijado antes para intentar descubrir el viaje que hace la que le llega al grifo. Otra mañana se fijó por primera vez en la curva que trazan las montañas cercanas a su casa. Su lectura de esos descubrimientos engancha con una teoría que se convierte en la clave de su apuesta ecologista: el biorregionalismo, una idea nacida en la década de 1970 que se basa en tomar conciencia del entorno y las formas de vida de cada lugar —incluida la humana— y cómo se relacionan entre sí. 

De este modo, se articula una idea de pertenencia que desemboca en el compromiso de responsabilizarse en común de ese entorno compartido, cuyas fronteras no solo son imposibles de definir, sino permeables, cambiantes y subjetivas. Peter Berg, creador de la teoría, decía: “Soy de la confluencia de los ríos Sacramento y San Joaquín con la bahía de San Francisco, de la biorregión del Shasta, del Pacífico Norte, en la cuenca del Pacífico del planeta Tierra”. Puede sonar un poco hippy, pero lo cierto es que yo no sé de dónde soy si intento decirlo en esos términos, igual que no sé de dónde viene el agua que bebo, qué forma tiene la orografía del terreno en el que se asienta mi casa, ni qué viaje ha hecho la comida con la que me alimento. Y no saberlo me parece revelador, aunque solo sea porque abrir cada una de estas preguntas muestra el cabo del hilo de otras cuantas. 

Para cerrar el círculo, esa apuesta por atender a lo cercano también se traduce en una propuesta en lo que se refiere a las redes sociales. Odell no está en contra de la tecnología, no busca renunciar a ella. Pero propone usarla de otro modo, lo que en definitiva implica desmantelar lo que hay e inventar otra cosa. En el último capítulo del libro nos habla de la necesidad de unas redes sociales diferentes: que no sean monopolísticas, que no depreden la atención, que se vinculen a lo local y nos den más poder de decisión sobre para qué usarlas y cuándo distanciarnos. Y recuerda que ya existen algunas, como Mastodon —con comunidades de afinidad—, PeoplesOpen —basada en grupos locales— o Scuttlebutt —que permite ir generando las conexiones una por una, como en un boca a oreja—; que tienen además la ventaja de ser redes en malla, que no emplean servidores centralizados, sino un entramado de conexiones domésticas, lo que las haría “especialmente resilientes en caso de desastre natural o censura del estado”. 

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Pasarse a ellas supone una impugnación de la propia lógica de la economía de la atención (de lo global a lo local, de lo masivo a lo intencional, de lo voraz a lo lento), y, además, una apuesta por el vecindario como espacio de apoyo y construcción. “En una época de acontecimientos cada vez más frecuentes relacionados con el clima, las personas que te ayudarán, seguramente, no serán tus seguidores de Twitter; serán tus vecinos”. Es una idea que desarrolla Rebecca Solnit en Un paraíso en el infierno. Las extraordinarias comunidades que surgen en el desastre (Capitán Swing, 2020), según apunta Odell: cómo las comunidades logran reinventarse, y hacerlo con principios y dinámicas diferentes, después de una catástrofe. Lo tengo sobre la mesita y creo que probablemente sea interesante para seguir pensando en todo esto, tan pertinente además en un tiempo de volcanes, diluvios y confinamientos. Pero ya se ha acabado el puente. A ver si en Navidades.


Cómo no hacer nada. Resistirse a la economía de la atención
Jenny Odell
Ariel, 2021

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