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A rebufo del cambio climático, los desiertos han tomado la delantera

Hay impactos del cambio climático que serán ya difíciles de evitar. Pero aún hay tiempo de restaurar la naturaleza (y los suelos) para ponérselo más difícil al avance de los desiertos.
Desierto de Tabernas. Foto: Jose Maria Cuellar/Flickr.

A veces, el desierto de Tabernas (Almería) florece. Y el polvo y la tierra resquebrajada dejan paso a los colores. No es lo habitual, pero sucede. Las semillas pasan meses e incluso años esperando un poco de agua para germinar y poner en marcha su ciclo reproductor. Por eso, cuando llueve tanto como en la última primavera (en marzo, Almería registró un 764% más de agua de lo normal, el máximo de su historia, según AEMET), el espectáculo en Tabernas está garantizado.

Pero no es lo habitual. En Tabernas, como en los otros dos desiertos naturales de la península Ibérica, las Bardenas Reales (Navarra) y los Monegros (Aragón), llueve poco. Y hay lugares donde todavía llueve menos. Sin salir de Almería, donde el 24% de su superficie es árida, está el Cabo de Gata. Allí caen menos de 120 litros por metro cuadrado al año. Un poco más al norte, Murcia y Alicante registran algunas de las temperaturas más altas de la Península y muchos meses consecutivos sin que caiga una gota. El clima árido también es la norma en algunas islas, como Lanzarote y Fuerteventura.

Este tipo de clima está, sobre todo, marcado por las precipitaciones escasas. Es el clima de las regiones del planeta donde llueve o nieva menos de 200 litros por metro cuadrado al año. Lo que comúnmente conocemos como desiertos, los de dunas de arena y matorrales resecos, son biomas adaptados a este clima. Y después tenemos lugares que no deberían ser desiertos, pero que la acción humana ha acabado convirtiendo en uno.

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“La desertización es un proceso natural y gradual de transformación de un territorio en un desierto. Por ejemplo, el Sáhara no ha sido siempre un desierto, ha sufrido un proceso de desertización a lo largo del tiempo por causas climáticas”, explica Artemi Cerdá, catedrático de Geografía de la Universitat de València. “Otra cosa diferente es la desertificación, que es un proceso similar pero inducido por la actividad humana. Es consecuencia directa de nuestra mala gestión del suelo”.

El mapa de la aridez en España, publicado por el ministerio para la Transición Ecológica, no deja lugar a dudas: España es un país mayoritariamente seco y árido. En buena parte del territorio, el clima podría parecerse al de un desierto. Pero, además, según datos de WWF, más de nueve millones de hectáreas (casi una quinta parte de la superficie total) están en riesgo alto o muy alto de desertificación. Y no podemos echarle solo la culpa al clima.

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El avance de los desiertos

Volvamos a las dunas de arena y los pedregales infinitos. Los desiertos naturales se están viendo favorecidos, en muchas partes del mundo, por las sequías y el aumento de la aridez provocados por el cambio climático. Por ejemplo, el Sáhara, el desierto cálido más grande del mundo, se ha expandido un 10% desde 1920. El cambio climático antropogénico está modificando los biomas, extendiendo los desiertos hacia latitudes en las que antes no estaban presentes.

“Pero también está favoreciendo la expansión de los bosques en territorios que antes eran demasiado fríos como para que crecieran los árboles, tal como sucede en la tundra o en las zonas altas de las montañas del Pirineo o los Picos de Europa”, añade Cerdá. “El problema, en este caso, es que el cambio climático se está produciendo a gran velocidad y deja muy poco margen de adaptación a la naturaleza y a los seres humanos”.

Un 41% de la superficie de la Tierra es de clima seco o árido. Desde 1980, más de cinco millones de kilómetros cuadrados de superficie (unas 10 veces el tamaño de España) se han convertido en desierto, de acuerdo con un estudio publicado por investigadores de las universidades de Leicester (Reino Unido) y Nueva Gales del Sur (Australia). En algunas zonas del planeta, la huella del cambio climático es evidente: en Asia Central, la frontera del clima desértico está hoy 100 kilómetros más al norte que hace 40 años. En otras, es la mano humana la que impulsa el proceso.

Las causas (subsanables) de la desertificación

El clima árido también está avanzando en la península Ibérica. Su presencia en España se ha duplicado desde los años 50 del siglo pasado: los climas áridos avanzan ya a un ritmo de 1.500 kilómetros cuadrados de extensión al año, según el informe Evolución de los climas de Köppen en España en el periodo 1951-2020 de la Agencia Estatal de Meteorología (AEMET). “Esto provoca un aumento de la sequedad, el estrés hídrico que sufren las plantas y la evapotraspiración”, señala Cerdá. Y eleva la presión sobre un suelo que ya estaba lejos de las condiciones ideales.

Cada año, el área mediterránea pierde alrededor de media tonelada de suelo fértil por hectárea, según concluye el proyecto Horizonte 2020 PRIMA REACT4MED, en el que participan varias instituciones europeas, incluyendo la Universitat de València. Esta pérdida de suelo fértil, esta desertificación, no se produce necesariamente por las nuevas condiciones climáticas, sino que está mucho más relacionada con el uso y el manejo del suelo.

“La causa principal de la desertificación en el Mediterráneo es la agricultura. Muchas de nuestras montañas han terminado siendo desiertos porque las hemos pastoreado, cultivado o quemado de forma demasiado intensa”, explica el catedrático, coordinador de la parte española del proyecto REACT4MED. “Otra causa importante es la urbanización. Al fin y al cabo, no hay nada más desértico que una ciudad. Al construir infraestructuras, impermeabilizamos la superficie terrestre, que deja de fijar dióxido de carbono, emitir oxígeno y filtrar agua. Un tercer factor es la pérdida de biodiversidad, motivada en parte por el uso intensivo de agroquímicos”.

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“Todos estos procesos al final nos llevan a tener unos recursos naturales más pobres. Zonas que antes eran fértiles terminan siendo un desierto, aunque climáticamente no lo sean”, añade Cerdá. “En este proceso de degradación, el cambio climático antropogénico juega un papel cada vez más importante. Lo tenemos detrás de todo. A cualquier cambio que los seres humanos introduzcamos, se le suma el cambio climático: es un proceso que va a reducir las opciones de adaptación cada día más”.

El profesor de la Universitat de València hace hincapié en la necesidad de modificar el rumbo de nuestra agricultura para empezar a proteger el suelo. “Debemos avanzar hacia sistemas sostenibles que eviten la erosión y la pérdida de materia orgánica y que favorezcan la retención del agua, aunque baje algo la productividad. Algunas prácticas concretas son, por ejemplo, el uso de acolchados sobre el suelo o el uso de leguminosas para fijar nitrógeno y reducir la dependencia de los fertilizantes químicos. Debemos caminar hacia la implantación de soluciones basadas en la naturaleza: entender cómo funciona la naturaleza e imitarla”, concluye.

El clima árido ha sido la norma en la península Ibérica desde que recuerdan nuestros abuelos y abuelas. Pero eso no significa que las condiciones no estén cambiando. Veranos como el que acabamos de pasar, con temperaturas de récord y sequías generalizadas, serán cada vez más habituales. Los modelos climáticos predicen que cada vez habrá más zonas de la península que vivirán bajo estrés hídrico severo. Hay impactos del cambio climático que serán ya difíciles de evitar. Pero todavía estamos a tiempo de restaurar la naturaleza (y los suelos) para ponérselo más difícil al avance de los desiertos.

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