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¿Por qué es tan difícil actuar contra el cambio climático?

"La ciudadanía de a pie, nosotros, cualquiera, oscila entre la indefensión ante un derrumbe climático que nos supera y la carencia de narrativas que le den sentido", escribe Azahara Palomeque.
Incendios forestales en California. Foto: MICHAEL NIGRO/REUTERS

Conforme escribo estas líneas, va amainando poco a poco la lluvia que nos ha traído el huracán Henri. Abro las ventanas, la humedad aún se respira, pero en el móvil se ha apagado la alerta que hasta hace unas horas advertía del riesgo de inundaciones. En apenas tres días, Estados Unidos ha sufrido un huracán que se transformó pronto en tormenta tropical mientras asolaba Nueva Inglaterra –donde cientos de miles de personas siguen aún sin luz–, y una tromba de agua tan agresiva en Tennessee que ha dejado más de 20 muertos y decenas de desaparecidos.

Al otro lado, los incendios de la costa oeste continúan su curso impertérritos, alcanzando niveles de destrucción mayores que los del año pasado. A estas alturas, resulta imposible negar las pruebas de una catástrofe cotidiana, que ocurre a veces silenciosa –en la contaminación– y otras veces de manera atronadora, simultáneamente en varios puntos de la tierra que, sin embargo, cada vez nos pillan más cerca, debido a la multiplicación de los efectos del cambio climático. Es innegable, la ciencia lleva avisando desde hace décadas, la ONU lanzó su tajante mensaje de alarma recientemente, nuestros cuerpos –en esa milésima parte de tiempo planetario que conforma la biografía de los ahora vivos– lo atestiguan. Y, a pesar de todas las señales, la acción es muy poca.

Muchos días me pregunto: ¿por qué cuesta tanto actuar contra esta emergencia? ¿Por qué no estamos todos en la calle, manifestándonos hasta extenuarnos de gritar que es temerario perpetuar un ritmo frenético de producción y consumo, un capitalismo que parece transcurrir destrozándolo todo a su paso? Y, aunque la respuesta fácil –y, no por ello, menos certera– pudiera radicar en la abundancia de intereses económicos en juego y la protección de éstos por parte de la clase política, existen otras razones más profundas que tienen que ver con nuestra concepción de la historia y el tiempo, y hasta con los propios mecanismos cognitivos que nos impiden vislumbrar nuestra extinción. El cambio climático, en otras palabras, desafía los marcos interpretativos con los que hemos logrado anclarnos al mundo; aceptar sus efectos y combatirlos implica un desgarre que nos deja huérfanos de creencias. Me refiero, en buena parte, al progreso.

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Igual que una semilla que germina y acaba por transformarse en un árbol vigoroso, al menos desde Hegel se ha asumido que la historia avanza en etapas y que la siguiente siempre supera a la anterior. Así lo interiorizó también Marx, y ésta es, de manera muy simplificada, la razón por la que tanto las derechas como las izquierdas, los estados del bloque comunista así como del capitalista en la Guerra Fría, y sus derivaciones actuales, abrazaron la industrialización como único modelo posible, ligado a un imperialismo que promulgaba la adhesión a ese relato de los pueblos supuestamente pendientes de ser civilizados. En su versión más contemporánea, el progreso se asoció a un crecimiento económico que benefició a una gran parte de la población, no necesariamente por ser un sistema benévolo, sino por la construcción de los estados del bienestar, que mitigaban hasta cierto punto las desigualdades inherentes a la expansión capitalista.

Precisamente, la crisis que enfrentamos actualmente, iniciada con los recortes en servicios sociales que trajo el neoliberalismo a partir de los años ochenta y reforzada con el crack de 2008, ha congregado a todo tipo de voces que reclaman un retorno nostálgico a tiempos mejores, como si se pudiera dar marcha atrás sobre esa línea imaginaria de la historia –algo similar a un make America great again, adaptado a las particularidades nacionales–. Pero lo que todavía no es mayoritario es el cuestionamiento del paradigma del desarrollo en sí, que no es otro que el de la Modernidad, el que nos ha puesto contra las cuerdas en mitad de una hecatombe medioambiental. 

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En el plano social, además, existe un miedo legítimo a que la transición inexorable a una economía lo más sostenible posible elimine de un plumazo los pocos restos de un confort que costó décadas conquistar. Entre los recovecos de nuestras conciencias, más allá de la imposibilidad de pensar la historia fuera del eje del progreso (¿cómo sería, si apenas tenemos otros relatos?), yace otro motivo que nos impulsa a torcer la vista y desdeñar el problema, o al menos a no afrontarlo desde la gravedad que merece: nadie quiere aceptar su propia mortalidad. Este fenómeno ha sido estudiado por el psicoanálisis, según el cual para llevar una vida digna lo primero que se hace es obliterar, sepultar el hecho de que nos vamos a morir. Trasladado a la tragedia ecológica actual, se traduciría en negar lo que el filósofo Jorge Riechmann ha calificado abiertamente de genocidio, el colapso de nuestra especie que traerá el calentamiento global: “Si la temperatura subiera 4 grados, los climatólogos creen que sólo quedaría un 10% de los humanos que habitamos ahora el planeta”. Reconocerlo es simplemente insufrible.

El poeta brasileño Carlos Drummond de Andrade tiene un verso que se me repite con insistencia: ¿Puedo, sin armas, rebelarme? La ciudadanía de a pie, nosotros, cualquiera, oscila entre la indefensión ante un derrumbe climático que nos supera y la carencia de narrativas que le den sentido. Una de ellas, la más acertada, se llama decrecimiento, pero carga las connotaciones de años de austeridad y el terror a más precariedad. Y, sin embargo, es impostergable ya la necesidad de pensarnos desde otro lugar, organizarnos colectivamente y actuar. La catástrofe, en buena medida, la han provocado los ricos, pero ellos no van a venir a salvarnos. 

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COMENTARIOS

  1. Es difícil actuar contra el cambio climático si lo hacemos desde un discurso racionalista exclusivamente
    Acabo de venir de la calle y es una desolación ver la calle repleta de gente con mascarillas, llevándola en lugares donde no hay riesgo alguno y quitándola donde se encienden todas las luces rojas. Resulta indignante que desde los poderes públicos y las entidades políticas lo hayan hecho tan mal en la gestión de esta pandemia, en cuanto a dejar desatendidos los aspectos psicológicos de esta crisis. Si son tan miopes en este sentido qué cabe esperar en la gestión de algo aún más gordo como es el Cambio Climático

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