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¿Puede una obsesión con el pasado dejar el transporte aéreo sin futuro?

"Urge empezar a deliberar sobre el tamaño del sector aéreo en una economía neutra en carbono e involucrar trabajadores actuales y futuros en este debate", señala el experto en el impacto climático de la aviación.
Foto: Bernal Saborio.

Mientras los fenómenos meteorológicos adversos y la volatilidad del precio del crudo golpean al transporte aéreo europeo, muchas aerolíneas siguen operando vuelos casi vacíos para mantener sus derechos de despegue y aterrizaje. Éstos serán necesarios cuando la demanda se recupere, dice la mayoría de las voces de la industria, revelando así que a muchos se le escapa la esencia del problema. Y junto con ella, la última oportunidad del sector para afrontar de manera coordinada la crisis climática.

Bien entrado ya un 2022 totalmente impredecible, las estadísticas de tráfico en Europa siguen contrastando los datos con su valor de 2019. La palabra que define los esfuerzos de las aerolíneas es “recuperación” -restaurar el sistema tal y como estaba antes-. La industria que durante mucho tiempo ejemplificaba la innovación y el progreso, parece ahora inmersa en una especie de melancolía, queriendo volver a una época dorada no muy lejana. Se trata de la década prepandemia, cuando la demanda no hacía más que subir y la preocupación social por el creciente impacto ambiental estaba vista por muchos principalmente como un riesgo reputacional. Es posible que este riesgo sea real: dados una seria de opciones, el 40% de los europeos elegiría dejar de volar para combatir el cambio climático, según una encuesta del Banco Europeo de Inversiones. A finales de 2019, el efecto del flygskam o vergüenza de volar ya se notaba en los números de pasajeros en los países nórdicos donde surgió, aunque no está tan claro qué impacto está teniendo esta actitud sobre los niveles de demanda actuales.

Lo que sí resulta claro es que el transporte aéreo ya está sufriendo la intensificación de los fenómenos meteorológicos, al mismo tiempo que crece su peso relativo en las emisiones que los hacen más frecuentes. Las tormentas -como las que provocaron miles de cancelaciones en Europa y Norteamérica a mediados del mes pasado- hacen que los vuelos que sí se consiguen operar consuman más combustible intentando evitar las zonas de meteorología adversa. Los episodios de calor extremo complican los despegues y elevan el gasto energético para climatizar aeropuertos y aviones en tierra. Todo esto implica más CO2 en la atmósfera

Este tipo de interacciones -llamadas bucles de retroalimentación en la teoría de sistemas- pueden dar lugar a fenómenos muy difíciles de predecir, y sobre todo, de revertir. La pandemia nos ha enseñado que la actual red de transporte constituye un sistema extremadamente complejo, capaz de amplificar los mismos shocks que revierten en él y lo acaban desestabilizando. En este sentido, el sector aéreo a la vez altera y depende de un clima que se está volviendo más volátil. Precisamente, por eso resulta incomprensible esa especie de negacionismo que muestran algunos de sus dirigentes en cuanto a la magnitud y la urgencia del problema que supone la crisis climática.

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La transformación que el sector va a tener que acometer simplemente no es compatible con una vuelta a lo mismo. Muchas de las tecnologías necesarias para abordar su descarbonización ya existen: hoy es posible producir combustibles alternativos a base de residuos o incluso a partir de captación de CO2. Los primeros aviones eléctricos ya están en fase de prueba. El problema es que ninguna de las soluciones técnicas es suficiente por sí sola. Lo que es peor, ninguna se está implementando al ritmo y escala que la crisis climática exige. Poco después de adoptar una nueva meta de reducción para 2050 el año pasado, el sector aéreo recibió críticas del secretario general de la ONU por no encontrarse en una senda de emisiones compatible con el objetivo establecido por el Acuerdo de Paris. (Recuerdo tener una conversación con empleados de varias aerolíneas en el mismo recinto donde éste se firmó, en junio del ahora tan lejano y anhelado 2019. La bóveda del hangar del Salon Internationale de l’Aeronautique era lo único que nos separaba de los casi 40 ºC fuera y a todos nos parecía bastante inverosímil la duplicación de los vuelos que se proyectaba para mediados de siglo).

Hoy, dos años después del golpe inicial de la pandemia, muchos siguen sin reconocer que lo ocurrido representa un punto de inflexión. Urge empezar a deliberar sobre el tamaño del sector aéreo en una economía neutra en carbono e involucrar trabajadores actuales y futuros en este debate. Hace falta poner en valor otro concepto: el de la resiliencia. Y cuando sí se habla de recuperación, que sea de la capacidad de adaptarse e innovar in extremis que caracterizaron la aviación en sus inicios. Su función social se verá afectada por las realidades que emergen del nuevo paradigma climático. Evitar el debacle implica adquirir la capacidad de entender los sistemas que lo regirán. Y sobre todo, la capacidad de operar dentro de sus límites.

Denis Bilyarski es experto independiente en el impacto climático de la aviación y sus vías de descarbonización.

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