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La destrucción aumentada: lluvias torrenciales después de un megaincendio

Los ecosistemas mediterráneos están acostumbrados al fuego, pero no a la virulencia de los nuevos incendios. Incluso las capas profundas del suelo se ven afectadas, y las posteriores lluvias arrancan las más externas, donde está la tierra fértil. Es lo que está pasando en Grecia.
Las llamas y el humo se elevan en un incendio forestal en la isla de Rodas, Grecia Foto: REUTERS.

ATENAS | A lo largo de todo el verano, las olas de calor se han ido sucediendo y se ha llegado a los 45 °C en algunos lugares de Grecia. Los incendios forestales, habituales en la época estival, han sido especialmente agresivos este año a causa de la sequedad del terreno y el aumento de las temperaturas. No ha habido tregua: en julio, 30.000 personas tuvieron que ser evacuadas en la isla de Rodas a causa del fuego; también en Corfú y Eubea y en la región de Ática se sufrieron los estragos de los incendios. Pero si ha habido uno que ha resultado especialmente violento ha sido el de la región de Evros, en la frontera con Turquía, que se ha llevado por delante unas 90.000 hectáreas y la vida de unas 20 personas –la mayoría migrantes que se escondían dentro del bosque tras haber cruzado la frontera–. Este incendio, que quemó durante 17 días consecutivos, ha arrasado el parque nacional de Dadia y en esta zona, los servicios de Protección Civil continúan con la evaluación de daños. Se trata del incendio que ha calcinado más hectáreas en la Unión Europea desde que hay registros.

Cuando aún humeaba la zona del Evros, otro gran fenómeno meteorológico llegó al país: la DANA Daniel, que también pasó por Bulgaria, Turquía y Libia, y que trajo consigo las peores lluvias torrenciales que se han visto nunca en Grecia. El impacto más fuerte de este temporal lo recibió la región central de la llanura de Tesalia, donde se llegaron a registrar precipitaciones de hasta 900 litros por metro cuadrado. De hecho, en algunos lugares, la cantidad de lluvia fue tan alta que las estaciones meteorológicas no pudieron registrar los datos. Solo en esta zona, y según la información satelital, unas 72.000 hectáreas han quedado sepultadas bajo el agua. La gran mayoría son zonas de cultivo. De momento, no hay un balance definitivo de los daños, pero los expertos calculan que la región tardará un mínimo de 10 años en recuperarse económicamente.

Sabemos lo que sucede en el suelo cuando se produce un incendio; también sabemos qué sucede después de una tromba de agua anormal, pero ¿qué procesos experimenta el suelo cuando estos dos fenómenos se dan de manera consecutiva?

Megaincendios y lluvias torrenciales: un binomio letal y un impacto ambiental que durará décadas

Cristina Aponte, del Instituto de Ciencias Forestales del CSIC (ICIFOR-INIA), explica que en los ecosistemas mediterráneos la vegetación está acostumbrada a la presencia de incendios, ya que forman parte de la dinámica natural de estos sistemas, pero que “los patrones están cambiando; y los eventos como los incendios forestales de verano o las lluvias torrenciales a su final ocurren cada vez más frecuentemente y con una fuerza y una intensidad mucho mayor, y por lo tanto su capacidad destructiva es también mayor. Y ante eso, los sistemas no están preparados, no han evolucionado con ese patrón meteorológico, con ese régimen de incendios, así que no están adaptados para recuperarse después”.

En este sentido, la especialista explica cuáles son los efectos en el suelo de las lluvias torrenciales después de un incendio forestal: “El suelo está compuesto por distintas capas y la capa más superficial, los primeros 20 centímetros, es donde encontramos el suelo fértil. Es allí donde están los nutrientes y donde se produce el secuestro de carbono. También es en esta capa donde vive la microbiota, las bacterias y los hongos. Estos últimos son los que se encargan de impulsar el ciclo de los nutrientes y de descomponer la materia orgánica. Esos nutrientes, entonces, quedan disponibles para las plantas”.

Lo que ocurre después es fácil de entender: al perderse toda la vegetación, esa capa de suelo queda expuesta a cualquier fenómeno. “Si llueve, el terreno se erosiona. Las gotas de agua, al golpear con el suelo, van rompiéndolo poco a poco. Además, después de un incendio, en función de la temperatura que se haya alcanzado y la cantidad de ceniza generada, las propiedades físicas y químicas del suelo se alteran. Si el incendio es poco severo y poco intenso, el calor que llega al suelo es menor y los cambios no son drásticos. El problema con los megaincendios es que son tan intensos y tan severos, y generan tantísimo calor, que incluso las capas profundas del suelo se ven afectadas”.

Cuando se produce un incendio y después llega una lluvia torrencial intensa, se genera una hidrofobicidad: “El suelo se vuelve cada vez más impermeable y el agua, en lugar de infiltrarse a través de sus capas, genera una escorrentía por la superficie”, explica Aponte. En otras palabras: el agua resbala y arrastra todos los materiales que encuentra a su paso, lo que propicia la erosión y, en consecuencia, la pérdida de la capa fértil –con toda su biodiversidad– del suelo. Y el problema no acaba ahí: “Estos procesos arrastran todos esos sedimentos ladera abajo y generalmente los depositan en ríos o en lagos y embalses, donde se pueden dar problemas de contaminación serios. En ese mismo arrastre se llevan también las semillas, de manera que después del incendio no sólo no tienes nutrientes, es que ni siquiera tienes esa fuente para que la vegetación se regenere”.

Tal y como destaca Sara Marañón, investigadora del grupo de suelos del Centro de Investigación Ecológica y Aplicaciones Forestales (CREAF), “los bosques mediterráneos sufren mucho este tipo de problemas relacionados con la erosión posincendio. Esto se debe a que los incendios en nuestra zona cada vez son más intensos y frecuentes y porque las zonas boscosas españolas suelen coincidir con suelos de altas pendientes, ya que el resto se han utilizado históricamente para el cultivo, lo que aumenta la erosión porque se produce más arrastre”.

Tomar las medidas necesarias para una situación que está previsto que empeore

Prevenir, prevenir y prevenir. Este es el mantra: “Debemos plantearnos qué medidas tomamos para adaptarnos y para prevenir y mitigar los impactos de estos eventos”. La consigna parece clara: una buena gestión del territorio y de las masas forestales resulta fundamental para que los incendios no tengan la severidad y la intensidad de los últimos años. Sin embargo, cuando la prevención no ha funcionado, hay que mirar hacia la mitigación. En esto, Marañón explica que una de las medidas que se pueden tomar es intentar reducir la erosión y pérdida de suelo en las zonas más vulnerables: “Esto se puede conseguir mediante el uso de elementos naturales que hayan quedado tras un incendio, como las ramas y troncos calcinados, siempre priorizando el material autóctono para evitar costes adicionales de transporte y efectos adversos del paso de la maquinaria pesada sobre el suelo. Con esta madera quemada podemos construir barreras, faginas, o dejar troncos troceados sobre el suelo para evitar la erosión. Esta madera quemada, al descomponerse, representa un aporte de materia orgánica y nutrientes al suelo, lo cual alimenta los microorganismos que hacen posible que las plantas obtengan sus nutrientes. Además, mejora el microclima, actúa de cobijo a las plántulas y las protege contra los herbívoros, es una fuente de insectos y un posadero para las aves. Por último, se ha demostrado que acelera la regeneración de la vegetación y, con ella, que el ecosistema vuelva a ser un sumidero de CO2”, concluye Marañón.

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