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Los incendios forestales de 2021 han sido catastróficos, pero no de récord (por ahora)

Los incendios forestales emitieron 1.760 millones de toneladas de carbono a nivel mundial en 2021, según datos del Servicio de Vigilancia Atmosférica de Copernicus. El investigador y profesor Víctor Resco de Dios lo analiza y señala lo que está por venir.
Un bombero lucha contra un incendio forestal en Grecia el pasado agosto. Foto: REUTERS/Costas Baltas

A principios de semana, el Servicio de Vigilancia Atmosférica de Copernicus (CAMS por sus siglas en inglés) señalaba que en 2021 se han emitido más de 1.760 millones de toneladas de carbono a nivel mundial a causa de los incendios forestales. Esta cifra nos debería servir como aviso sobre la dirección y virulencia que está cobrando el problema de los incendios. Si antes podíamos gestionar el riesgo de incendios a través de la gestión agroforestal, la ventana de oportunidades se estrecha cada día un poco más . 

Y es que la presión climática impone su implacable rigor. Las acciones de gestión necesarias para disminuir el riesgo de megaincendios requieren de una envergadura cada vez mayor y, por tanto, de más costos a menor eficiencia. 

La comisión que estudió los incendios del sábado negro de 2009 en Victoria, Australia, donde perdieron la vida 173 personas y ardieron más de 3.500 casas, recomendó gestionar preventivamente más del 5% del territorio. La técnica propuesta -la quema prescrita- busca la reconciliación con un régimen natural de incendios donde estos quemen a baja intensidad y de forma controlada y que, por tanto, no supongan un riesgo para la población.

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Pero no se logró el objetivo. Solo se gestionó el 1% del territorio ya que llegar hasta el 5% se consideró como excesivamente costoso. Y entonces llegaron los incendios del verano negro de 2020, donde ardieron más del 20% de los bosques del sudeste australiano, sumiendo a la población, economía y naturaleza en un escenario sin precedentes en la era moderna y con unos costes de recuperación cerca de los 100 mil millones de dólares australianos. 

Esos incendios fueron el resultado directo del cambio climático, como hemos demostrado en nuestros estudios, y la envergadura del trabajo necesario para restringirlos sería abrumadora. En realidad, el resultado final hubiera cambiado poco aunque se hubiera gestionado preventivamente el 5% del territorio. Y es que las soluciones que se planteaban hace 10 años ya no sirven para hoy.

Pero una cosa es frenar un incendio, y otra muy diferente es frenar sus consecuencias catastróficas. Los tratamientos de reducción de combustibles sirven para lo último. Esto es, para que el incendio arda con menor severidad, que el ecosistema se pueda recuperar y, si fuera necesario, para que sirva de punto de anclaje en las operaciones de extinción. 

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Como hemos contado en otras ocasiones, reducir el área quemada no tiene por qué ser un objetivo en la gestión de incendios. Si bien estamos entrando en la era de los megaincendios, las megacatástrofes son todavía evitables.

Las consecuencias climáticas de los incendios forestales

En torno al 10% de todas las emisiones se derivan de actividades clasificadas como de cambio de uso, que incluyen tanto los incendios como las emisiones derivadas de la deforestación.

La tendencia global en los últimos años es muy clara: las emisiones por incendios son cada vez menores. Pero esto no es algo necesariamente positivo. Veamos el porqué.

En primer lugar, el 70% de todas las emisiones proceden de la sabana. Se trata de unos ecosistemas que de forma natural arden cada 1-5 años, y donde la gestión ancestral del terreno, basada en la quema de matorrales como técnica de fertilización, contribuye a aumentar el área afectada por incendios.

Por tanto, la razón tras el retroceso global en las emisiones está precisamente en la merma de los incendios en sabanas, lo que resulta de una serie de aspectos sociales y legislativos que no abordaremos ahora.

En segundo lugar, un año malo en incendios es capaz de alterar significativamente el balance global de CO2. En 1997, por ejemplo, las emisiones por cambio de uso subían de 5 a 7 Gt de CO2 debido a los incendios de aquel año en Indonesia.

En tercer lugar, y más importante, la disminución por las emisiones en las sabanas está siendo compensada parcialmente por un aumento en la superficie quemada en bosques, sobre todo en la Amazonia y en Siberia.

Es decir, que un aumento en la actividad incendiaria en los bosques tropicales y boreales está contrarrestando, parcialmente, el declive en las emisiones de incendios de pastos y sabanas a nivel global.

De hecho, las observaciones realizadas por el Servicio de Vigilancia Atmosférica de Copernicus nos advierten de que este verano se han registrado las emisiones más altas por incendios en zonas como California o Siberia. Aunque debemos puntualizar que el registro de CMAS es relativamente corto, ya que empezó en 2003.

También debemos tener en cuenta la alteración climática debida al cambio en la estructura de la vegetación. Por ejemplo, el incendio en ambientes boreales enfría el clima ya que aumenta la cobertura de nieve y, con ella, el albedo. En ambientes tropicales, sin embargo, eliminar la vegetación conlleva reducciones de lluvias y un calentamiento extra.

Previsible evolución de las emisiones por incendios

Todavía no estamos batiendo récords de emisiones y los aumentos en la actividad de los incendios no son todavía preocupantes ya que no llegan al 10% del total. Pero una de las principales incertidumbres en los modelos climáticos yace precisamente en el futuro de los bosques tropicales y boreales. Y es que si la intensidad de la sequía se acentúa, y eso va acompañado por incrementos de la intensidad o frecuencia de incendios forestales, la capacidad como sumidero de carbono de estos ecosistemas podría verse mermada notablemente

De hecho, estos bosques pueden pasar de sumideros a fuentes de CO2 en unas décadas, lo que aceleraría el cambio climático. 

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