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¿Decrecimiento? 10 cosas divertidas que podemos hacer… y que no contaminan

Para frenar el calentamiento global y la extinción de especies, es necesario un cambio en el modelo de vida y de valores. Aquí van algunas claves para ello:
Niñas y niños juegan en el exterior del MACBA de Barcelona. Foto: Carmen Molina/REUTERS

Este artículo ha sido publicado originalmente en CRÍTIC. Puedes leerlo en catalán aquí.

“El caracol construye su cáscara sumando espirales cada vez más grandes; después se detiene y comienza a hacer giros decrecientes. Una sola espiral más haría que la cáscara fuera 16 veces más grande que el animal. Cualquier aumento de su productividad le sobrecargaría”. Es una metáfora del pionero de las tesis sobre el decrecimiento, el filósofo y antropólogo Ivan Illich. Imaginémonos, entonces, que la Tierra es un caracol. Si sigue creciendo, se colapsará. Todos los científicos llevan años alertándonos de que vamos hacia el colapso energético, ecológico y ambiental; pero, si le ponemos remedio ahora, en palabras del filósofo y poeta Jorge Riechmann, podremos “colapsar mejor”.

Así que hoy no os regañaremos: necesitamos ideas y propuestas contra las malas noticias que vendrán. El planeta irá, por fuerza o por voluntad, hacia el decrecimiento. Pero decrecer, cuando se tienen las necesidades básicas cubiertas, podría ser bueno si eso cambia también el sistema económico actual. No obstante, primero hay que cambiar la mirada, los valores y el ritmo de vida: tendremos que decrecer en algunas cosas… ¡pero podremos crecer en otras! Dormir más, tener más días de vacaciones, divertirnos más con las amistades y la familia, pasar más tiempo con nuestros hijos y nuestros abuelos, hacernos masajes, ir a más conciertos, hacer más deporte y practicar más sexo.

Hemos utilizado en pocos años la energía que el planeta había generado durante miles de años. En el libro Ecosocialismo descalzo, de los investigadores Jorge Riechmann, Adrián Almazán Gómez, Carmen Madorrán y Emilio Santiago Muiño, se detalla el camino hacia el colapso. El primer tropiezo que nos encontraremos será el zenit del petróleo, sobre todo del petróleo barato. Después, el agotamiento de los fosfatos, que son básicos para el modelo agroindustrial actual (una cuestión trascendental de la cual casi no hay debate) y, tiempo después, llegará el pico de los metales minerales esenciales, también para las energías renovables, desde el litio hasta el cobre. Los colapsos energético y alimentario serán los primeros avisos del colapso total que vendrá este siglo XXI. El mundo que nos espera cuando pase –si pasa– la crisis la COVID-19 podría ser, de aquí a pocos años, todavía peor. ¿De qué hablamos cuando todo se puede ir a la mierda?

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¿Y qué podremos hacer nosotros?

Si lo resumimos mucho, tenemos dos opciones antes del colapso: podemos confiar en una solución tecnológica en el futuro, como aseguran Bill Gates o la mayoría de los gobiernos y de las grandes empresas transnacionales del mundo, o podemos organizar un decrecimiento energético y del consumo justo, consensuado, democrático y equitativo pensado para todo el mundo, como dice la ingeniera agrícola y excoordinadora de Ecologistas en Acción, Yayo Herrero.

Un futuro que frene el cambio climático, la contaminación y la extinción de los ecosistemas requiere, además de un cambio cultural y mental radical de la población, una revolución en el modelo alimentario y en el modelo energético. Fernando Prats, Yayo Herrero y Alicia Torrego plantean, en el libro La gran encrucijada y basándose en centenares de informes, la necesidad de afrontar un “ciclo de emergencia y de excepción” para poder realizar “transformaciones clave antes del 2050”, como la agricultura ecológica, el consumo de productos locales, cambiar la movilidad en las ciudades y producir una energía sostenible y verde. Todo esto requiere que ahorremos energía y que, a la vez, reduzcamos el consumo. Entonces, ¿por qué seguimos hablando de crecimiento? Simplemente, porque el sistema económico actual necesita, como una droga, crecer y crecer y crecer: producir más, consumir más, vender más, ganar más dinero. Consumir hasta el último aliento del planeta.

“El crecimiento [como dice el economista francés Serge Latouche] no puede ser nunca sostenible porque no puede haber crecimiento infinito en un planeta finito“. Es mejor para el planeta fabricar coches eléctricos en Martorell que tirar de gasolina. Es mejor instalar placas solares que más plantas nucleares radioactivas. Es mejor comer fruta del Segrià que no kiwi ecológico que viene de Nueva Zelanda. Pero, lamentablemente, eso no parece suficiente: habrá que hacer algo más porque los estudios científicos actuales, como los del científico del Consejo Superior de Investigaciones Científicas (CSIC) y experto en petróleo Antonio Turiel, muestran que no podremos mantener el mismo ritmo de vida simplemente sustituyendo el gas, el petróleo y el carbón por la energía solar y la eólica.

Este, pues, no es el enésimo artículo ecologista para regañarnos, ni para flagelarnos. Es un artículo que reivindica la vida y, en concreto, la teoría del crecimiento en lugar de la teoría del decrecimiento. Hay que progresar y hay que mejorar nuestras vidas, pero nadie ha dicho que el progreso y la felicidad tengan que significar siempre consumir más energía, más ordenadores, más teléfonos móviles, más ropa, más comida. El sociólogo e impulsor del Manifiesto ecosocialista Michael Löwy cree que, para hacer esta revolución, “hay que cambiar los hábitos de consumo, el sistema de transportes y la mentalidad de la gente… Hay que hacer un cambio del paradigma de civilización”. A la fuerza o por voluntad. Individualmente y colectivamente. Desde las cooperativas hasta los estados.

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Aquí van 10 cosas en las cuales podemos crecer y que ayudarían a luchar contra el cambio climático y la crisis energética.

1. Sí, podemos dormir más

Dormir más ayudaría contra el cambio climático, ayudaría a nuestra salud y, además, nos aporta más felicidad. Dormir más se relaciona con mejores niveles de cognición, menos estrés y mayor calidad de vida. La primera recomendación del ambientalista Andreu Escrivà, en su libro ¿Y ahora yo qué hago? Cómo evitar la culpa climática y pasar a la acción, es precisamente apostar por dormir más y el arte de no hacer nada. Ir más lento. Quedarnos quietos. Distraídos. Reivindicar el dolce far niente. Hablar más con nosotros mismos. La introspección. “Nos han obligado a ser productivos siempre –incluso en los momentos de ocio– como si fuese un mandamiento supremo. Si liberamos un rato del día, lo rellenamos con algo nuevo que hacer. Parece que la vida no tenga sentido si no nos pasan cosas a todas horas, si no vivimos en un estado de excitación permanente”, concluye Escrivà. El capitalismo se inocula, a menudo inconscientemente, en todos los rincones de nuestra vida cotidiana.

2. Sí, podemos comer mejor, más hortalizas y más productos locales

¿Unas gyozas de setas maitake y espárragos con salsa de tamarindo? ¿Tallarines de arroz, tofu, setas, calabaza y espinacas frescas? Son algunos de los platos del restaurante Rasoterra, premiado restaurante vegetariano de Barcelona. Se puede disfrutar de una buena comida o cena apostando por el producto local de kilómetro cero y reduciendo el consumo de carne (un factor que favorece el calentamiento). Los gobiernos suelen focalizarse en acciones contra el cambio climático como reciclar la basura o cambiar las bombillas… y, en cambio, olvidan acciones más efectivas como reducir el consumo de carne y el transporte en aviones y barcos. Como dice la activista rural Vanesa Freixa, la alimentación es el origen de muchos de los problemas que tendremos como sociedad en el futuro. Por tanto, cambiemos nuestra dieta, compremos en cooperativas de consumo o a los payeses de nuestra comarca, hagamos más huertos urbanos y más espacios agrícolas en los entornos próximos a las ciudades… y, de pasada, la expansión de una agricultura ecológica regeneraría los ecosistemas al absorber la tierra el CO2. Como explicaba gráficamente en sus charlas el economista Arcadi Oliveres, “no puede ser que los kenianos beban leche importada de Holanda y que las vacas kenianas se exporten al mundo; ni tampoco tiene ninguna lógica que los barceloneses comamos lechuga de la otra punta de Europa, mientras que la lechuga que se cultiva en el Baix Llobregat o el Maresme se exporta”.

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3. Sí, podemos tener más días de vacaciones

Tener tiempo (tiempo de ocio, tiempo de descanso, tiempo para hacer cosas divertidas) es lo que la mayoría de la gente desea. Sin embargo, a menudo, la necesidad de trabajar para cobrar un salario para llegar a final de mes no nos lo permite. La lucha contra el cambio climático y la contaminación podría ahora ayudar a avanzar en los derechos laborales, como con la semana laboral de cuatro días. La reducción del horario laboral es buena para el trabajador y, a su vez, para la rentabilidad de la empresa. La semana de cuatro días podría reducir el paro, aumentar los tiempos de descanso, de deporte y de ocio, mejorar la conciliación familiar, favorecer el comercio local y el turismo de fin de semana… y, además, permite reducir la contaminación en las ciudades porque reduce los desplazamientos. Los estudios coinciden en el hecho de que reduciría entre un 15% y un 40% las emisiones por la reducción del transporte, un menor uso de la energía en los puestos de trabajo y la reducción del embalaje de la comida rápida.

4. Sí, podemos construir más vías de tren y carriles bici

Tenemos que consumir menos energía y reducir nuestra movilidad, sí; pero, si necesitamos movernos, podríamos viajar mucho más con tren o tranvía y con bicicleta. En Copenhague, cuatro de cada cinco personas tienen bicicleta: un 20% de los desplazamiento son a pie; un 26%, en bici, y un 21%, en transporte público. Por tanto, un 67% de la gente se mueve por la ciudad sin coger el coche privado. “Ahora ya sabemos que, sin hacemos más carreteras, habrá más tránsito. Si hacemos más carriles bici, veremos que en 10 años habrá más bicicletas”, decía el danés Jan Gehl, urbanista y estrella de la arquitectura mundial, en el famoso documental ecologista Demain. Por tanto, sí que podemos construir más carriles bici, más vías de tren y de tranvía y electrificar la red de autobuses como han hecho muchas ciudades del mundo. Y, de pasada, podemos tener más redes para compartir coche y moto –mejor eléctricas, claro– y más medios públicos de transporte que lleguen a todo el país, así como más estaciones de cercanías y más frecuencia de trenes. El ex líder de ICV Joan Herrera, experto en energía y actual director de Acción Ambiental del Ayuntamiento del Prato de Llobregat, asegura que la energía renovable ya es más barata que la fósil y, además, propone seguir las directrices del Green New Deal o de los proyectos de transición ecológica hacia un nuevo modelo energético basado en la electrificación general de la economía, un cambio en el tipo de movilidad, una energía “distribuida, en muchas y diversas manos” y que pueda apostar por “ahorrar, eficiencia, generación renovable y gestión de la demanda”.

5. Sí, podemos visitar más a la familia, quedar más con los amigos y practicar más sexo

Una de las cosas que nos hacen más felices son los vínculos sociales, los amigos, la familia, pasar tiempo con la pandilla. Lo dice incluso la investigación más larga sobre la felicidad de la historia: Robert Waldinger, psiquíatra norteamericano, inició en el año 1938 una investigación sobre la vida y la felicidad con un grupo de alumnos de clase media y alta de la Universidad de Harvard y un segundo grupo de chicos de los barrios más pobres de Boston. La percepción de la felicidad que tienen todos los protagonistas del experimento no tiene que ver con la riqueza, ni con la salud, ni con la fama: sino con las buenas relaciones sociales, que, en general, les hacen tener un mejor estado de salud. Lo más importante no es el número de vínculos sociales, sino la calidad de estos vínculos: mejores cuanto más cercanos. Quedar con los amigos, salir de fiesta, bailar, cantar, hacer deporte, charlar, reír, contarse la vida con los amigos, no contribuye en nada al cambio climático y, en cambio, es lo que más felices nos hace. Una de las cosas que más feliz hacen a mucha gente es el amor, la seducción, el sexo. Pues, mira, practicar sexo tampoco contamina nada.

6. Sí, podemos gastar dinero en cosas que nos hacen felices (¡y relocalizar la economía!)

Masajes, obras de teatro, conciertos de música, monólogos de humoristas, baños en la playa o en el río, rutas guiadas por paisajes increíbles, la práctica de la mayoría de deportes, ir a un buen restaurante, tomar unas birras con los amigos en un bar, dormir en una cabaña en un árbol… Son ejemplos de cosas que, en general, nos agrada hacer a casi todo el mundo y que no serían justamente las prácticas más ultracontaminantes (siempre les encontraremos alguna cosa contaminante, está claro). De pasada, esto generaría miles de puestos de trabajo sin destruir el planeta. Hay una economía de la felicidad y de la relocalización de los negocios, como explica Helena Norberg-Hodge en el libro El futuro es local. Pasos hacia una economía de la felicidad. Ah, y si queremos gastar dinero y mover la economía, se pueden crear más monedas locales para favorecer las economías locales, el comercio de barrio y que el dinero no se vaya del municipio.

7. Sí, podemos hacer más turismo local: en pueblos, playas, ríos y montañas

Uno de los libros que más me han tocado últimamente ha sido Los últimos niños en el bosque, de Richard Louv. Él reivindica, con todo tipo de estudios científicos, el bienestar físico, emocional, mental, que nos aporta el bosque, sobre todo a los niños y jóvenes, y, de hecho, explica que algunos casos de gente que se medica por culpa del estrés mejorarían con un mayor contacto con la naturaleza; los famosos baños de bosque que, por ejemplo, en Japón ya forman parte de las terapias de la sanidad pública. En cambio, vivimos en sociedades con lo que se denomina “trastorno por déficit de naturaleza”. Como explicaba la autora del libro Ecoanimal y profesora de Filosofía de la UAB, Marta Tafalla, “las cosas que realmente te pueden hacer feliz a menudo no están en el mercado y pueden ser gratuitas o muy baratas. Pero implican un cambio de mentalidad, y este cambio de mentalidad es el más difícil de hacer. El contacto con la naturaleza y estar al aire libre, como animales que somos, nos va bien, nos da alegría y nos quita el estrés: en el bosque podemos jugar, correr, pasear, mirar pájaros, contar mariposas; se pueden hacer mil cosas… La mejor receta contra el estrés es un poco de naturaleza”.

8. Sí, podemos redistribuir mejor la riqueza

Pagar impuestos no contamina, y que los ricos, que, según los estudios científicos, contaminan mucho más que los pobres, paguen un poco más no contribuye al cambio climático, sino que, probablemente, sea al revés. El Estado necesitará una fiscalidad más justa (fiscalidad verde incluida) para luchar contra los efectos desiguales que provoca el cambio climático y para las consecuencias en forma de paro de los trabajadores de industrias contaminantes. El decrecimiento, como explica en un artículo en CRÍTIC Yayo Herrero, ha de ser justo y socialmente responsable. Según explica Herrero, hay que redistribuir bien el decrecimiento para que esto no sea un sálvese quien pueda (en el que los ricos se salvarán en sus islas sostenibles y autosuficientes). No puede ser que los ecologistas y trabajadores de las industrias contaminantes acaben siendo enemigos. Por ejemplo, los ecologistas catalanes, a través de un nuevo pacto fiscal, tienen que pedir, codo a codo con con los sindicatos de trabajadores, un plan para la reconversión de la industria automovilística en Catalunya. Es decir, si plantean cerrar una industria de automóviles, se tiene que reconvertir para producir coches eléctricos o trenes; si planteamos cerrar una central nuclear, hay que evitar que los trabajadores sean las víctimas. Será complejo y traumático, pero tenemos que ganar el apoyo de los trabajadores industriales para el ecologismo.

9. Sí, podemos transformar el modelo económico

La banca y las finanzas éticas están creciendo y pueden crecer más. Las cooperativas de energía verde, como Som Energia, están creciendo y pueden crecer más. Las cooperativas de consumo no paran de multiplicarse. Las cooperativas agrarias también son cada vez más fuertes frente a los supermercados. La vivienda cooperativa es un modelo creciente, como demuestra el éxito de Sostre Cívic, y se podrían reconvertir más bloques de pisos al modelo de covivienda. También aparecen nuevos medios de comunicación impulsados por periodistas y, ostras, esto en CRÍTIC nos pone contentos. Y así, mil ejemplos más en la creciente economía social y solidaria, en el campo del cooperativismo catalán y de las ONG y asociaciones sin ánimo de lucro. El cambio debe ser global y del sistema, y no solamente individual. Se necesita ser cada vez más gente caminando hacia la construcción de un modelo económico y de consumo que no sea adicto al crecimiento. También se podría apostar más por sistemas de trueque, compartir e intercambiar, por ejemplo, creando una red de “bibliotecas públicas de las cosas” en casa barrio (¡o en cada calle!) para compartir lavadoras, taladros, herramientas o lo que sea que necesitemos.

10. Sí, podemos tener una sanidad y una educación pública mejores

Educarse no contamina. Tener médicos y enfermeras (¡y farmacéuticas públicas!) que nos cuiden tampoco provocaría más calentamiento que ahora. Velar por los cuidados de los abuelos y de las abuelas, de los niños y niñas, de las personas dependientes, tampoco va contra la Tierra. Lo mejor de todo esto es que el Estado del bienestar (educación, salud y cuidados, y todo lo que va asociado) todavía puede crecer. El gasto público social de Catalunya por habitante es uno de los más bajos de la UE-15. Según reconoce el Departamento de Economía, la Generalitat “está en el grupo de las comunidades autónomas que más han ajustado el gasto”, es decir, de las que más recortes hemos sufrido. Los trabajadores de la educación y de la sanidad, los educadores sociales, los del Servicio de Ocupación o los del ámbito del bienestar social están desbordados.

Tal y como está demostrando la pandemia de COVID-19, en Catalunya, faltan trabajadores públicos. El Gobierno catalán admite que somos la comunidad autónoma con el gasto de personal per capita más bajo de todo el Estado. Según el catedrático de Ciencia Política de la UPF Vicenç Navarro, “Catalunya es el país que menos gente adulta tiene trabajando en servicios públicos”: en Catalunya, una persona adulta de cada 16 trabaja así, mientras que en Suecia lo hace una de cada cinco. “Si tuviésemos el mismo porcentaje de personas adultas trabajando en los servicios públicos que en Suecia, Catalunya tendría 740.000 nuevos puestos de trabajo”, concluye.


Posdata 1: las clases medias y altas, sobre todo en Europa y en Estados Unidos, tiene que reducir el consumo de energía, de alimentos y de plásticos. Tienen que bajar el ritmo de vida, primero, para evitar el colapso, y, después, porque las poblaciones empobrecidas de todo el planeta, las que pasan hambre, las que no tienen acceso a agua potable, las que no pueden encender la calefacción en pleno invierno o las que tienen los mínimos para una vida digna sí que deben aumentar su consumo.

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