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Jorge Riechmann: una ética de lo imposible

El filósofo y poeta publica nuevo libro: 'Ecologismo: pasado y presente' (Catarata, 2024), mientras espera a ser juzgado por dos protestas climáticas que podrían llevarlo a la cárcel.
Jorge Riechmann Foto: Demian Ortiz

Jorge Riechmann es un referente ético e intelectual para muchas personas, especialmente quienes creemos que aún queda un pequeño margen de maniobra para aplacar los peores efectos de una emergencia ecológica y social corroborada por medio siglo de estudios científicos; mayormente, ignorada por la ciudadanía y, sobre todo, por las élites políticas y económicas que componen el círculo reducido donde se toman las decisiones de más impacto. Décadas dedicado a la investigación desde el ecologismo y la poesía avalan la trayectoria de un profesor –en la Universidad Autónoma de Madrid– y filósofo prolífico en libros, paradójicamente encausado por demostrar una coherencia moral poco frecuente en los tiempos que corren.

Riechmann se enfrenta, junto a otros 15 activistas, a una pena de 21 meses de cárcel por participar en una protesta pacífica el pasado 6 de abril de 2022 donde se arrojó un líquido rojo biodegradable en las escalinatas del Congreso, y tiene pendiente un segundo juicio como resultado de otra acción de desobediencia civil, igualmente pacífica, en 2019. Como declaró en una entrevista para Climática, no se arrepiente de estos hechos, y a menudo sorprende la serenidad con que habla de su posible ingreso en prisión, convencido de estar haciendo lo correcto.

Su último libro, Ecologismo: pasado y presente (con un par de ideas sobre el futuro) (Catarata, 2024) puede considerarse, por tanto, un ejercicio más de esa actividad enraizada a una razón que quizá no venza, pero convence, por lo que guarda de rigor intelectual y dedicación incansable. Entre su obra reciente publicada, quizá sea éste el volumen más didáctico, en el buen sentido de la palabra: gran parte se orienta a historizar un ecologismo que, lejos de lo que se cree, surge coetáneo a la destrucción de hábitats provocada por la Revolución Industrial, aunque en sus formas embrionarias, explica, apenas pasaba de ambientalismo obrero –muy enfocado en la salud de los empleados fabriles–; el burgués, y el aristocrático, empeñado en proteger porciones de naturaleza que actuaban, a veces, como cotos de caza.

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Si dejamos atrás estos estados iniciales (con la creación de parques nacionales como el estadounidense Yellowstone, el primero del mundo, en 1872), habremos de situarnos en la Gran Aceleración productivista y extractivista tras la II Guerra Mundial para trazar una genealogía contemporánea que se resume en dos vertientes: el ambientalismo –paraguas que abarca variedades de la sostenibilidad que no impugnan el sistema económico depredador–, y lo que él define como “ecologismo consecuente”, de mayor amplitud teórica y existencial, en cuyo marco se encuentran el decrecimiento, el ecosocialismo y el ecofeminismo.

Hasta aquí, el libro, iluminador y pedagógico, mapea dicha raigambre movido, tal vez, por la intención de contrarrestar una tendencia a demonizar el ecologismo como nueva radicalidad social. Sin embargo, poco a poco se va adensando en perentorias reflexiones en torno a la oportunidad perdida en los albores de los años 70 del siglo XX, momento en que el informe Los límites del crecimiento (1972) puso sobre la mesa la imposibilidad biofísica de continuar un crecimiento poblacional e industrial infinito en un planeta finito, mensaje crucial que quedó opacado por el neoliberalismo, ese dogma económico forjador asimismo de subjetividades e impulsor de nuestras derrotas. Entre ellas, cabe destacar los múltiples negacionismos descritos por el pensador, más allá del que afirma que la crisis climática no existe: la tecnolatría y su confianza errada en hallar soluciones dentro del capitalismo –con abundante dosis de greenwashing– o, dicho de otro modo, la ausencia de percepción sistémica de un problema que podría condenar a nuestra especie a la extinción –y ya está condenando a otras muchas– responden a esa ceguera.

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Ante esto, ¿qué hacer?, se pregunta el filósofo, moviendo a la lectora a la sección final, probablemente la más interesante en cuanto a diagnóstico y recetario para “colapsar mejor” en un mundo que, técnicamente, podría sacar el cuello del atolladero, pero no lo hará “porque la cultura dominante es nihilista, las políticas en curso son suicidas, los automatismos del capitalismo son homicidas… y la racionalidad colectiva brilla por su ausencia” (págs. 196-97). De ahí que se deba intentar a toda costa lo imposible, ya que “lo posible es el infierno –ecosocial y climático”.

Tajante, Riechmann insiste en no dulcificar ese infierno, o ese abismo (se agota el tiempo y las metáforas se vuelven progresivamente más literales) y apuntar a una verdad consensuada por la comunidad científica en mitad de la era de las fake news y el marketing deslavazado, a pesar de que pueda resultar incómoda. Con ella, imaginar un “horizonte deseable” es factible, nos cuenta, si se priorizan prácticas y valores no aniquiladores como la vida en comunidad tejida de afectos, el amor a las siguientes generaciones, la libertad real, la creación de arte y belleza, el tiempo y la conexión con el cosmos. Todos ellos tienen en común un abandono del individualismo tan característico de nuestras sociedades y una aproximación al otro que nos enriquece de manera no material. Pese a la dureza de los planteamientos, o debido a ella, es de agradecer este compendio de conocimiento consecuente sin medias tintas tanto como la existencia del propio Jorge, cuyo encierro entre rejas supondría no sólo su sufrimiento personal y de quienes lo apreciamos, sino también, enfáticamente, un fracaso estrepitoso (otro más) de la democracia, así como una injusticia de dimensiones incalculables.

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  1. “La selva está viva. No puede morir, salvo que los blancos se empeñen en destruirla. Si lo consiguen, los ríos desaparecerán de la tierra, el sol se volverá quebradizo, los árboles se secarán y las piedras se partirán por el calor. La tierra reseca se quedará vacía y en silencio. Los espíritus xapiri que bajaban de las montañas para venir a jugar en sus espejos huirán muy lejos. Sus padres, los chamanes, ya no podrán llamarlos y hacerlos bailar para que los protejan. No serán capaces de frenar los humos de epidemia que nos devoran. Ya no podrán contener a los seres maléficos que convertirán la selva en un caos. Entonces moriremos uno tras otro, y los blancos igual que nosotros. Los chamanes acabarán muriendo todos. Y, si no sobrevive ninguno que lo sostenga, el cielo se hundirá”.
    “La caída del cielo” el primer libro escrito por un chamán y una obra clave del pensamiento humano, es un extraordinario testimonio en primera persona de Davi Kopenawa, chamán y líder del pueblo indígena yanomami de la Amazonía brasileña, en estrecha colaboración con su amigo y antropólogo Bruce Albert, sobre la historia, la cultura y la resistencia del Pueblo Yanomami.
    Davi relata su iniciación y experiencia como chamán, así como sus primeros encuentros con forasteros: funcionarios, misioneros, trabajadores de carreteras, ganaderos y buscadores de oro, describiendo la represión cultural, la destrucción medioambiental y las muertes provocadas por las epidemias y la violencia traídas por estos forasteros.
    En su papel de embajador mundial de un pueblo amenazado, realiza una crítica mordaz de la sociedad industrial, cuya codicia material, violencia masiva y ceguera ecológica contrastan fuertemente con los valores yanomamis.
    Después de una larga campaña internacional liderada por Davi Kopenawa, Survival y la Comisión Pro Yanomami (CCPY), el territorio yanomami de Brasil fue demarcado en 1992, convirtiéndose en el territorio indígena más amplio de Brasil.
    El expresidente Bolsonaro alentó activamente la invasión del territorio por “garimpeiros” (mineros de oro ilegales), que están destruyendo la tierra yanomami y contaminando sus aguas con mercurio. A pesar de las promesas del presidente Lula cuando lanzó la operación para expulsar a los mineros, la situación actual en el territorio de los yanomamis es poco menos que catastrófica y hay una crisis sanitaria sin precedentes.

  2. Pulsión de muerte: fin de la humanidad, por Marrcelo Colussi.
    La forma en que el capitalismo se ha desplegado por todo el orbe desde hace ya un par de siglos globalizando (igualando) modas y costumbres por doquier, en general impuestas a la fuerza, ha ido creando una cultura de consumo y despilfarro que parece ya muy hondamente instalada en la población, sin miras de retirarse en lo inmediato. Por el contrario, tiende a profundizarse: “salir de la pobreza” es sinónimo de comenzar a consumir. Eso toca a toda la humanidad, con distintos grados de acceso al consumo; un ciudadano estadounidense consume al menos 100 veces más que uno del África; por ejemplo: 150 litros diarios de agua contra 1 o 2 de un africano. Pero también en este golpeado continente se han instalado esas pautas, y “salir de la pobreza crónica” de allí, dadas las formas en que el capitalismo se expandió, pasa por consumir los productos que el hoy propagado globalmente capitalismo ofrece. Un africano “exitoso”, entonces, se mira en el espejo de cualquier occidental “exitoso” -Hollywood mediante- y buscará comprarse el Ferrari de lujo, usar ropa de marca y viajar en avión en primera clase. Esa cultura, hoy por hoy, llegó para quedarse. La cuestión es cómo lograr un desarrollo alternativo que pueda generar otra cultura. El socialismo la propone.
    Los 500 millones de campesinos pobres que la República Popular China sacó de la indigencia rural en estos últimos años gracias a su socialismo de mercado, instalándolos en urbes -en general megaurbes de muchos millones de habitantes-, convirtiéndolos en obreros industriales y/o profesionales, ahora son personas de clase media que consumirán igual -o quizá más- que un occidental (estadounidense o europeo). ¿Es eso sostenible? Sin dudas el hiperconsumo al que nos llevó el modo de producción capitalista es inviable. La huella ecológica que va dejando el paso del ser humano por la Tierra en esta perspectiva de capitaloceno es suicida. El planeta Tierra ya no resiste tanta presión. De ahí que voces autorizadas en el tema ven que este modelo de desarrollo está creando nuevas zoonosis (enfermedades producidas por el descalabro medioambiental), tal como la reciente pandemia de COVID-19, preámbulo de otras por venir:
    “El cambio en el uso del suelo, la destrucción de los bosques tropicales, la expansión de las tierras agrícolas, la intensificación de la ganadería, la caza, el comercio de animales silvestres, y la urbanización rápida y no planificada son algunos de los factores que influyen en la propagación de virus con potencial pandémico”, informa la Universidad de Harvard (Estados Unidos), en un circunstanciado estudio. La idea de consumo voraz, casi hedonista, que parece ya haberse instalado en forma permanente, obra en contra de la sobrevivencia misma del colectivo. Así como está concebido, ese modelo lleva a la autodestrucción, por lo que es imprescindible generar nuevas formas de relacionamiento que sirvan a la totalidad de la población mundial, y no solo a grupos determinados.
    Todo lo cual obliga considerar que podrán existir élites super privilegiadas que ya están pensando en abandonar este mundo para instalarse fuera, en algún lugar menos “contaminado”, más vivible. Y que el pobrerío resista aquí como pueda.
    De la mano de esto, y como otra catástrofe a la que todo el mundo se enfrenta, aparece el problema de la posible guerra nuclear. Si es cierto que las hipótesis de conflicto de las grandes potencias en este caso hablan de uso de armas atómicas tácticas -no las más tremendamente letales: los actuales misiles (estratégicos) tienen cargas hasta 30 veces más potentes que las bombas lanzadas en Japón en 1945-, la posibilidad real es el uso de todo el potencial acumulado: tácticas y estratégicas. Dado que nadie quiere perder en una guerra, el desarrollo de un conflicto bélico puede llevar a consecuencias impensables, a salidas virtualmente “locas”. De las guerras se sabe cómo comienzan, pero nunca cómo terminan….ect. ect.
    Considerando todo lo anterior, Sigmund Freud, padre del psicoanálisis -que no era socialista propiamente, pero tenía un muy agudo pensamiento crítico progresista-, en una serena y madura reflexión de su senectud, dijo que una tendencia autodestructiva del ser humano (la pulsión de muerte, tal como él la concibió) terminaría imponiéndose, llevando a la desaparición de esta especie. Es una intuición, una hipótesis, indemostrable en principio; lo cierto es que, viendo el mundo actual marcado tan profundamente por los valores capitalistas, la misma tiene total sentido. El afán de ganancia (se permite destruir nuestra casa común, el planeta Tierra, si eso da dinero, business are business) y la búsqueda de poder y de imponerse sobre el otro (¿quién acepta perder en un conflicto?) nos pueden llevar a la catástrofe final. Es por eso que, en defensa de la humanidad, de toda forma de vida y del planeta que habitamos, el socialismo aparece como la única salida posible. Una vez más, cobra absoluta vigencia la reflexión de Rosa Luxemburgo, retomando a Engels: “Socialismo o barbarie”.
    https://insurgente.org/marcelo-colussi-pulsion-de-muerte-fin-de-la-humanidad/

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