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9 maneras de irnos al infierno

El célebre naturalista David Attenborough analiza la crisis climática en el documental de Netflix ‘Los límites de nuestro planeta’.
Fotograma de 'Los límites de nuestro planeta: una mirada científica'. Foto: NETFLIX.

El drama de la COVID-19 y el de la crisis climática tienen puntos en común. Para empezar, en un caso y en el otro, la humanidad estaba avisada de lo que se le venía encima. ¿Reaccionará la comunidad internacional de la misma forma? A tenor de los juicios que muchos gobiernos están afrontando por “inacción climática” parece que sí. Las voces de alarma, sin embargo, no dejan de sonar.

A estas se ha sumado la del veterano naturalista David Attenborough, narrador del nuevo documental de Netflix Los límites de nuestro planeta: Una mirada científica (John Clay, 2021). En él se hace un detallado repaso al diagrama concebido por el equipo del profesor Johan Rockström, hace ya más de una década. Su esquema explica los nueve caminos a través de los cuales la civilización puede colapsar. A saber:

  • Calentamiento global
  • Pérdida de biodiversidad
  • Deforestación
  • El ciclo del agua dulce
  • El flujo de nutrientes de la tierra: nitrógeno y fósforo
  • Acidificación de los océanos
  • Nuevos contaminantes (residuos nucleares, metales pesados, microplásticos…)
  • Aerosoles (partículas contaminantes en la atmósfera)
  • Capa de ozono

Como todo está relacionado, superar los límites en cualquiera de ellos puede acarrear el desequilibrio de los otros, lo que supondría el fin del mundo tal y como hoy lo conocemos. El impacto que sufriría el planeta dejaría a la COVID-19 en pañales. Y lo peor es que los hemos superado casi todos.

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El límite más conocido es el aumento de las temperaturas globales a causa de la quema de combustibles fósiles. El objetivo impuesto por los Acuerdos de París (que no se está cumpliendo) es impedir la subida de 1,5º C en la actual década. Los humanos de todas las latitudes hemos podido comprobar sus efectos (los veranos son más largos y los fenómenos meteorológicos extremos más frecuentes), pero es en los ecosistemas helados donde mejor se puede ver el cataclismo que nos espera.

La tragedia del deshielo

Hace pocos años, toda Groenlandia estaba cubierta de hielo. Las nieves acumuladas allí durante milenios cubrían la isla con un caparazón blanco de más de 2.000 metros de espesor. Pero en Groenlandia ya se ha cruzado el punto de no retorno: está perdida sin remisión, como indica en el documental el doctor Jason Box, autor de varios informes para el Panel Intergubernamental sobre Cambio Climático (IPCC) y el mayor experto en la glaciología groenlandesa. Allí, el deshielo total es inevitable. Cada segundo se pierden 10.000 metros cúbicos. 10 millones de litros por segundo. 600 millones de litros por minuto. Estos datos, abrumadores, tienen un enorme impacto en el clima de todo el planeta. Pero ese adjetivo, enorme, pasa a ser descomunal si miramos a otro sitio en el que el deshielo comienza a seguir los mismos parámetros: la Antártida.

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Siempre se ha hablado de la subida del nivel del mar como uno de los efectos devastadores del derretimiento de los casquetes polares, y efectivamente lo es, pero no es el único. El hielo ha permitido que la temperatura del planeta permaneciera estable durante los últimos 10.000 años (el periodo comúnmente conocido como Holoceno), lo que posibilitó nuestra civilización. Además, devuelve al espacio una enorme cantidad de rayos solares por medio de la reflectancia. En esos lugares, el hielo hace rebotar entre el 90 y el 95% de la energía solar. Cuando ya no esté, una gran extensión del planeta quedará literalmente frita.

En el apartado del calentamiento global hace años que estamos en la zona roja, pisando un suelo quebradizo. Las metáforas sobre este asunto son habituales. Los límites de nuestro planeta se abre con la comparación entre nuestra sociedad y un coche sin frenos. Pablo Servigne, autor del libro Colapsología, también se sirve de ella: “Nuestra civilización industrial es un coche con el depósito a punto de agotarse; es de noche y estamos rodeados de niebla; los frenos no funcionan, no podemos levantar el pie del acelerador, nos salimos de la carretera y los baches debilitan la estructura del vehículo; y, por último, nos damos cuenta de que el volante no funciona”.

A partir de ahí, las consecuencias son imprevisibles. Una vez fuera de la carretera, o lo que es lo mismo, después de cruzar el límite de los combustibles fósiles que podemos quemar, pueden darse una serie de fallos en cadena, de retroalimentaciones catastróficas, que amenazan con borrar a buena parte de los seres vivos (humanos incluidos, por supuesto) de la faz de la Tierra. Y ya lo estamos viendo: sequías seguidas de inundaciones, seguidas de olas de calor, de megaincendios, de más ascenso en los termómetros, de más deshielo, lo que provoca el derretimiento del permafrost, lo que desencadena la liberación de más CO2 a la atmósfera, lo que hace subir aún más las temperaturas… Un bucle infernal, irreversible e incontrolable.

Fotograma de Los límites de nuestro planeta: una mirada científica. NETFLIX.

Pero ese es sólo uno de los caminos hacia el colapso. Hay ocho más. Entre ellos, el más acuciante es el de la pérdida de biodiversidad. Desde insectos a grandes mamíferos, desde anfibios a plantas, desde bosques a arrecifes de coral, todo debe ser protegido urgentemente. Si el límite del calentamiento está en 1,5º C a lo largo de esta década, el de la biodiversidad está en cero. No podemos permitirnos el lujo de perder ni una sola especie más. Ni una. Sin plazos. Desde ya.

La alimentación está relacionada con otro límite del planeta poco conocido: el del ciclo de nitrógeno y fósforo, los principales nutrientes de la tierra. Este ciclo se ha desequilibrado por culpa de los fertilizantes (compuestos precisamente por nitrógeno y fósforo). Su uso (excesivo) ha multiplicado la producción de alimentos pero, por otro lado, la filtración de estos nutrientes ha llegado a los ríos y ha envenenado miles de lagos y cientos de ecosistemas marinos. El Báltico es uno de ellos. Está prácticamente muerto. Y no es el único peligro que enfrentan los mares. El CO2 impacta enormemente en este medio. Los gases de efecto invernadero han cambiado su pH: hoy es un 26% más ácido. Este proceso está detrás de varias extinciones masivas a lo largo de la historia. Si el deshielo es un aviso de los peligros del calentamiento global, la acidificación de los océanos es un piloto que se enciende en los corales. La Gran Barrera de Coral, al nordeste de Australia, debería tener un color rosado pero está blanca. El ácido la ha cocido. Está irremisiblemente perdida.

Ciencia y emoción

El científico que narra en el documental el deterioro de la Gran Barrera de Coral (Terry Hughes) no puede evitar que se le salten las lágrimas. Lo mismo le ocurre a la investigadora Daniella Teixeira, de la Universidad de Queensland, que busca los nidos de las cacatúas lustrosas que solía estudiar antes del gran incendio que arrasó Australia en 2020. No están, no hay nada. Se calcula que 3.000 millones de animales murieron o fueron desplazados en esos incendios. Un holocausto animal sobrecogedor.

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Este es uno de los mayores aciertos del documental de Netflix, mostrar a los y las científicas no como un pozo de sabiduría y datos con todos los argumentos a su favor para exigir un cambio de modelo medioambiental (y, por tanto, económico). Tienen razón, siempre la tuvieron. ¿Pero puede la razón, por sí sola, movilizar a la ciudadanía y provocar los cambios necesarios? Sabemos que no. Tener la razón no le salvó la vida a Sócrates. “Mi generación aprendió con la guerra de España que se puede tener razón y perder”, decía Albert Camus.

Cuando el profesor Carlos Nobre, de la Universidad de São Paulo, habla de su época de veinteañero, cuando se bañaba en un río Amazonas virgen, o cuando Jason Box habla de la emoción que le produjo su primer viaje a Groenlandia, o cuando el propio Johan Rockström explica que de niño podía pescar bacalaos en el mar Báltico, hoy moribundo, sólo con meter la mano en el agua, no están hablando desde su posición de científicos. Hablan los amantes de la naturaleza, y se emocionan, y se entristecen, y algunos lloran con lo que le hemos hecho al planeta. Y ante esa emoción es muy difícil permanecer indiferente.

¿Qué nos ha pasado?

De todos los límites analizados en el documental, sólo en lo concerniente a la capa de ozono hemos reaccionado correctamente y a tiempo. La comunidad internacional decidió tomar cartas en el asunto en 1987. Era otro mundo, desde luego no mejor pero quizás más inocente, en el buen sentido de la palabra. Alguien preocupado por sus semejantes no era automáticamente tachado de bobo buenista. O lo que es peor: de esconder sus verdaderas intenciones liberticidas. ¿Se imaginan cómo habrían reaccionado hoy las redes a la prohibición mundial de los aerosoles con CFC? “¡Están coartando mi libertad! ¡Perfumarme las axilas como yo quiera es MI DERECHO! ¡Los comunistas nos persiguen hasta el cuarto de baño!”. Seguro que leeríamos esas majaderías u otras análogas.

Si se reaccionó correctamente hace 34 años, deberíamos ser capaces de volver a hacerlo ahora. Aunque hay diferentes opiniones al respecto, según los científicos que participan en Los límites de nuestro planeta, no todo está perdido. “Sus testimonios son muy inquietantes –admite Attenborough–. Sin embargo, también nos dan esperanza, porque nos muestran cómo podemos arreglar las cosas”.

“Los límites del planeta nos han dado unas directrices claras. Cosas sencillas, como elegir energías renovables, comer alimentos saludables, plantar árboles y rechazar los residuos, podrían transformar nuestro futuro en la Tierra”, asegura sir David. Pero no son cosas tan sencillas como cree. Para empezar, no se trata de “elegir”, como dice el sabio conservacionista. No estamos ante una decisión individual. ¿Cómo comer alimentos saludables si no los puedo pagar por ser más caros que los de la agricultura industrial? ¿Cómo alumbrar mi hogar si apenas puedo pagar el recibo de la luz generada con combustibles fósiles, más barata que la producida por medios renovables? ¿Cómo afrontar estos retos, seamos claros, sin intervenir enérgicamente sobre el mercado? ¿Quién tiene el poder de someter a las grandes multinacionales destructoras del medio ambiente (Amazon, Shell, Nestlé, Monsanto, y tantas otras)? ¿Quién se enfrentará a los fondos de inversión e informará a sus accionistas de que van a dejar de ganar dinero –perderlo es otra cosa– en la próxima década? ¿Joe Biden? Ojalá.

Los límites del planeta es un documental extraordinariamente didáctico, bienintencionado y riguroso. Es casi incontestable. Pero hubiera sido perfecto si su guión, científicamente indiscutible, hubiera incluido alguna mención a las raíces económicas de la crisis climática. Sir David (como puede observarse en el siguiente vídeo) lo ha hecho en otras ocasiones.

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COMENTARIOS

  1. En lo profundo de la Amazonia brasileña hay territorios indígenas que se encuentran protegidos por unas “Ordenanzas de Protección Territorial” de emergencia, que están a punto de expirar.
    Estas ordenanzas, conocidas en Brasil como restricciones de uso territorial, son una salvaguarda vital para la supervivencia de pueblos indígenas no contactados: prohíben la entrada de madereros, mineros y otros invasores en sus tierras. Sin esta protección, los bosques se destruirían por completo y los pueblos indígenas que los cuidan y dependen de ellos para sobrevivir podrían desaparecer.
    En uno de estos territorios viven los piripkuras no contactados, que han sobrevivido a décadas de robos de tierras y de brutales masacres a manos de invasores.
    Ahora, los políticos antindígenas y los acaparadores de tierras, envalentonados por los ataques genocidas del presidente Bolsonaro contra los pueblos indígenas de Brasil, pretenden dejar que la vigencia de las ordenanzas expire para no renovarlas y poder así robar estas tierras para la agroganadería, la tala de árboles, la minería y más.
    Si esto sucede, los pueblos indígenas no contactados que habitan en ellas podrían ser aniquilados. (Survival Internac.)

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